Alta fidelidad


En el momento en que volví a casa quise hacer un inventario de mis relaciones fallidas pero allí estaba Ana para decirme que no fuera tan ridículo.

Acababa de terminar con un noviazgo de seis meses, una eternidad si a eso le añadimos que tengo 36 años y que todavía guardo la esperanza de encontrar esa mujer para casarme y tener un par de hijos y el perro y el gato y la fotografía en la mesa de centro de la sala. Algunos dirán que soy un romántico, y bueno, lo soy. Soy ese que se enamora en el bus y en la fila del supermercado, soy el que cree en las salidas a cenar, en las idas al cine y en los anillos. Soy un idiota, según Ana, y es probable que tenga toda la razón.

Enamorarme se me ha convertido, a lo largo de la vida, en una especie de rutina de ejercicio, de esas que se hacen en los gimnasios, una tarea mecánica y fría que hago siempre igual esperando buenos resultados. Me he enamorado de la misma manera desde que tengo quince o dieciséis años. Una y otra vez he caído de las mismas maneras, he dicho las mismas cosas y he sentido el mismo vacío en el estómago cuando todo se termina, incluso he aprendido a reconocer ese miedo previo al fin, una extraña densidad que se me acumula en la garganta y que me dice, con toda certeza, que algo no anda bien, que ella está dudando, que ella ya no dice lo que piensa y que todo está por terminar. Algunos dirán que soy un obsesivo compulsivo y hasta razón tendrán, pero así es como he vivido el amor todos estos años. Aunque Ana insiste en que eso no es amor, que lo mío es malcriadez, complejo de Edipo exacerbado, maniaco depresión ficticia, o simplemente una cosa de idiotas. Luego me dice lo mismo de siempre, que no entiende cómo después de todos estos años viviendo juntos no he aprendido lo que de verdad es el amor, eso que ella con tanta paciencia me ha enseñado. Amor es eso que te la pone dura sin importar cuántos años pasen, sin importar deformidades, perversiones y manías; eso es amor, David, no se te olvide, me dice siempre en esos momentos en que acudo a ella, mirándome directamente a los ojos.

Ana es mi hermana, somos mellizos y vivimos juntos desde que nuestros padres se deshicieron de nosotros enviándonos a estudiar lejos de ellos cuando cumplimos los dieciocho años. Son unos genios nuestros padres. Ana sabe más de mí que nadie en este mundo pero ella para mí sigue siendo un misterio. Lo único que sé de ella con algo de certeza es que no piensa casarse, no tiene una pareja estable (dice que no la necesita) y trae a un nuevo tipo con quien tirar más o menos cada fin de semana. Ya es habitual la escena de los sábados o los domingos en la mañana en donde desayunamos los tres, ella, yo y un perfecto desconocido vestido con ropa del día anterior haciendo un esfuerzo sobrehumano por parecer normal. Sé que a Ana le encanta hacerles creer que yo soy su novio y que estamos ahí en un ritual posmoderno en donde yo soy testigo de la insaciable lujuria de mi novia que trae a un tipo a la casa para tener sexo y luego desayunar en mis narices. Un verdadero grito feminista. Una farsa que hasta me divierte.

Lo que no me divierte es lo difícil que me resulta eso que a ella se le da tan fácil. Ese desprendimiento y esa liviandad con que se toma a sus parejas es lo que más le envidio. Su inteligencia también es envidiable, sabe un poco de todo y si no sabe te convence de que eso no hace falta saberlo. Creo que ha construido su personalidad a partir de los libros que lee y las películas que ve, siempre está leyendo, todas las noches ve una película y todos esos libros y películas son justamente de esos que yo jamás leería ni vería, las pocas veces que lo he intentado he tenido que reconocer que no los entiendo, que me parecen historias llenas de eventos disparatados. Eso también me lo reprocha Ana cada vez que puede, me dice que las mujeres de ahora gustan de hombres que leen, que saben cocinar, que conocen el mundo de una u otra manera, que no buscan un hijo y que eso parece ser lo único que les ofrezco. Y, claro, supongo que tiene razón.

Esta última vez no fue la excepción en esta escena rutinaria entre nosotros dos. Cuando atravesé la puerta del apartamento y me dejé caer a su lado en el sofá le dije que todo se había terminado, ella apenas bajó un poco el libro que tenía en la mano para mirarme y ya con eso bastaba para que me diera cuenta de que se estaba riendo. Pero antes de que ella dijera algo propuse eso de hacer un inventario de mis relaciones fallidas, un compendio de fracasos para saber cómo y en qué había fallado cada vez. Entonces fue cuando Ana lanzó el libro al suelo y me dijo que no fuera ridículo, que eso no me iba a servir de nada. Luego se puso de pie y se fue a su cuarto. Pensé que eso era extraño pues sus sermones solían durar entre una y dos horas y pedíamos una pizza y cervezas, a veces hasta tomábamos un par de botellas de vino. Así que esta vez me pareció un final abrupto en todo sentido. Hasta pensé en llamar a Diana para pedirle que volviéramos inmediatamente, pues si me hermana había reaccionado así era porque ella era la mujer de mi vida y no había consejo ni pizza ni vino que me sacaran de ese error. Pero Ana volvió a sentarse a mi lado al cabo de un par de minutos y me lanzó un libro a la cara. «Nick Hornby, Alta fidelidad», leí en la portada. En ese libro el protagonista pasa exactamente por lo mismo que tú estás pasando, me dijo, el tipo es un idiota como tú, aunque tiene algo interesante y es que le gusta la música, eso ni tú lo tienes; mierda, David, es que nada te apasiona, hombre, hasta el fútbol lo sigues a medias y sé que te has cambiado de equipo unas cuatros veces en los últimos veinte años, cómo esperas que una mujer…, en fin, el tipo del libro termina con una novia y decide buscar a sus exnovias y se da cuenta de que más o menos todas lo odian, lo que seguramente pasaría si te pones a hacer lo mismo, así que olvídalo, querido; ahí te dejo el libro si lo quieres leer, te va a gustar, será como leer tu vida pero un pelín mejorada y todo.

Quedé hecho un muñeco de plomo. Ana lo había hecho otra vez. Por un momento había pensado que todo eso que vivía tenía algo de extraordinario, pero ahora veía que era tan común como el argumento de un bestseller, y no es que yo supiera que el libro era así de popular sino que eso decía una etiqueta roja en la esquina superior de la portada. Mi vida amorosa era un refrito de una novela famosa. Ana lo había hecho otra vez. Me había mostrado la verdad, simple y llana, directo en la cara: tiendo a dramatizar mi vida amorosa.

Dejé caer el libro al suelo y sonó el timbre. Ana dijo que me alistara, que el de esta noche se llamaba Álvaro, que tenía cara de ser capaz de follarse hasta a una vaca, pero que no me dejara intimidar. Todo lo dijo a gritos desde su cuarto. Me puse de pie y fui a abrir la puerta. El tipo tenía una abundante barba y debía ser unos diez centímetros más alto que yo. Noté que le tomó por sorpresa que fuera yo quien abriera la puerta, pero luego fingió estar muy relajado y me dijo: usted debe ser Andrés, el novio de Ana. Asentí en silencio, le hice espacio para que entrara, cerré la puerta, le indiqué dónde estaba el cuarto de Ana y, finalmente le dije que en cinco minutos estaría en el cuarto con ellos.

Fotografía: Ian Berry, 1965.
England. London.

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