Traición
Aquel apartamento era demasiado espacioso como para pertenecer a gente normal. ¿Y acaso quiénes son normales?, y ¿cuáles son los apartamentos para las personas normales? Sinceramente, no lo sé. Sé que entro a juzgar valores que no me corresponden al catalogar un sitio como impropio para un tipo de gente que ni siquiera conozco. Seguramente me sentía incomodo por la atmósfera —desde un principio enrarecida y ajena— del lugar. ¿El lugar?, el lugar era espacioso pero raramente distribuido, con todo tipo de cosas por todas partes. No parecía tener ningún tipo de orden, las cosas parecían caer en cada sitio para no ser movidas de nuevo. No parecía tener habitaciones definidas, cada espacio del apartamento se dividía, únicamente, por unas cuantas columnas cuadradas ubicadas simétricamente por todo el lugar.
Nunca supe realmente cuántas personas había en el apartamento conmigo, así como nunca supe cómo llegue allí. Recuerdo escuchar que conversaban vivamente en el fondo del lugar. Parecía una discusión sobre algo importante, algo que debía ser tratado con prontitud; las voces no podían disimular el afán de la situación que discutían. Yo seguía perdido, sin noción del tiempo ni del espacio; mi tiempo era el que había pasado ahí y mi espacio era el que me rodeaba.
Cuando empezaba a acostumbrarme al murmullo de las voces y al desordenado orden que me rodeaba, tres muchachos mucho menores que yo, de cabello claro y piel blanca, sin ningún preámbulo, sin mediar palabra conmigo, se precipitaron contra mí, tal como lo hacían mis amigos cuando jugábamos, hace muchos años, a los congelados. Mi reacción nunca fue mía pero, de igual forma, reaccioné. Corrí para evitar que me atraparan, me escondí detrás de las columnas, di pasos agigantados para evitar que me prendieran de la ropa y lograran su cometido, cualquiera que fuera. Luego de un par de sacudidas y de que la fatiga me empezara a afectar, noté que, de hecho, estaban armados, muchachos armados corriendo en un apartamento tratando de atraparme, sí. Supongo que disparaban, no lo sé; de igual forma, las balas no me alcanzaron o, al menos, nunca sentí su efecto.
El correteo duró pocos minutos que, en efecto, parecieron pocos minutos. La tensión de la situación mermó y los muchachos ya no me perseguían. Un hombre muy mayor, con un aire a Marlon Brando en El padrino –y a que alguna vez fue una especie de amigo, colega o socio mío– se acercó a mí despacio mirando detenidamente el suelo. Empezó a hablarme de cosas que yo no entendía, pero era tan serio en sus argumentos, y mi miedo estaba tan fuera de control, que yo nunca hubiese sido capaz de hacer una réplica a sus palabras. Me juzgaba, eso era lo poco que entendía. No sabía por qué ni a raíz de qué pero su juicio era severo y su postura revelaba que la condena haría justicia. De la nada un cuchillo armó su mano derecha y sin pestañear me lo clavó en la ingle. Sentí calor, algo de humedad y nada más. Parece que sólo necesitaba eso para ver las cosas con claridad, parece que por fin lograba pensar.
El hombre aún empuñaba el cuchillo, no pronunciaba palabra pero yo sabía que lo único que deseaba era clavar una vez más su arma y poner fin al episodio. Una opción y sólo una se me asomaba como posibilidad para salvarme. Las ideas se me agolparon en la cabeza, el ritmo de las cosas parecía acelerar sin medida ni ritmo. Yo sólo deseaba salir de ese lugar, alejarme de ese hombre rápidamente a pesar de mi herida, que seguramente pesaba menos que los años de aquel hombre y gracias a eso nunca me alcanzaría. Los muchachos armados ya no existían, éramos él y yo, nadie más. Mientras pensaba todo esto fui dando cortos pasos hacia atrás y llegué hasta una puerta, era la salida. Había unas escaleras en zigzag con baranda metálica. Sin pensarlo corrí desenfrenadamente escaleras abajo y ayudándome de la baranda bajaba de a tres y hasta cuatro escalones. El calor en mi herida se iba convirtiendo en vacío pero nunca sentí dolor. Bajé sin detenerme mientras mi cara se mojaba mezclando sudor y lágrimas, mi mano apretaba mi entrepierna con fuerza y el miedo aún me invadía pero la rabia me impulsaba a seguir corriendo. Llegué a la planta baja, sé que había personas mirándome, di gracias al cielo y continué corriendo. Dejé atrás el edificio y corrí por el estacionamiento; ahí supe que correr se estaba volviendo inútil. Decidí abrir la boca, gritar al viento y al sol lo que había sucedido, denunciar aquel crimen, aquella traición que nunca entendí porque nunca conocí ni al criminal ni al traidor. Tal vez yo cometí el crimen y aún no lo sé; simplemente no podía dejar todo así: otra persona había levantado su mano para atentar contra mi vida, eso era traición suficiente para mí. Corrí unos cuantos metros más sintiéndome desnudo ante las miradas de la gente y la mirada del dios que me abriría sus puertas. Balbucí un par de gritos más cortados por la falta de aire. Caí de rodillas. Lloré con más fuerza. Luego de exudar dolorosamente las últimas palabras de mi testimonio, me tendí en el asfalto caliente al borde de una línea amarilla del estacionamiento. Y conocí la oscuridad.
Nunca supe realmente cuántas personas había en el apartamento conmigo, así como nunca supe cómo llegue allí. Recuerdo escuchar que conversaban vivamente en el fondo del lugar. Parecía una discusión sobre algo importante, algo que debía ser tratado con prontitud; las voces no podían disimular el afán de la situación que discutían. Yo seguía perdido, sin noción del tiempo ni del espacio; mi tiempo era el que había pasado ahí y mi espacio era el que me rodeaba.
Cuando empezaba a acostumbrarme al murmullo de las voces y al desordenado orden que me rodeaba, tres muchachos mucho menores que yo, de cabello claro y piel blanca, sin ningún preámbulo, sin mediar palabra conmigo, se precipitaron contra mí, tal como lo hacían mis amigos cuando jugábamos, hace muchos años, a los congelados. Mi reacción nunca fue mía pero, de igual forma, reaccioné. Corrí para evitar que me atraparan, me escondí detrás de las columnas, di pasos agigantados para evitar que me prendieran de la ropa y lograran su cometido, cualquiera que fuera. Luego de un par de sacudidas y de que la fatiga me empezara a afectar, noté que, de hecho, estaban armados, muchachos armados corriendo en un apartamento tratando de atraparme, sí. Supongo que disparaban, no lo sé; de igual forma, las balas no me alcanzaron o, al menos, nunca sentí su efecto.
El correteo duró pocos minutos que, en efecto, parecieron pocos minutos. La tensión de la situación mermó y los muchachos ya no me perseguían. Un hombre muy mayor, con un aire a Marlon Brando en El padrino –y a que alguna vez fue una especie de amigo, colega o socio mío– se acercó a mí despacio mirando detenidamente el suelo. Empezó a hablarme de cosas que yo no entendía, pero era tan serio en sus argumentos, y mi miedo estaba tan fuera de control, que yo nunca hubiese sido capaz de hacer una réplica a sus palabras. Me juzgaba, eso era lo poco que entendía. No sabía por qué ni a raíz de qué pero su juicio era severo y su postura revelaba que la condena haría justicia. De la nada un cuchillo armó su mano derecha y sin pestañear me lo clavó en la ingle. Sentí calor, algo de humedad y nada más. Parece que sólo necesitaba eso para ver las cosas con claridad, parece que por fin lograba pensar.
El hombre aún empuñaba el cuchillo, no pronunciaba palabra pero yo sabía que lo único que deseaba era clavar una vez más su arma y poner fin al episodio. Una opción y sólo una se me asomaba como posibilidad para salvarme. Las ideas se me agolparon en la cabeza, el ritmo de las cosas parecía acelerar sin medida ni ritmo. Yo sólo deseaba salir de ese lugar, alejarme de ese hombre rápidamente a pesar de mi herida, que seguramente pesaba menos que los años de aquel hombre y gracias a eso nunca me alcanzaría. Los muchachos armados ya no existían, éramos él y yo, nadie más. Mientras pensaba todo esto fui dando cortos pasos hacia atrás y llegué hasta una puerta, era la salida. Había unas escaleras en zigzag con baranda metálica. Sin pensarlo corrí desenfrenadamente escaleras abajo y ayudándome de la baranda bajaba de a tres y hasta cuatro escalones. El calor en mi herida se iba convirtiendo en vacío pero nunca sentí dolor. Bajé sin detenerme mientras mi cara se mojaba mezclando sudor y lágrimas, mi mano apretaba mi entrepierna con fuerza y el miedo aún me invadía pero la rabia me impulsaba a seguir corriendo. Llegué a la planta baja, sé que había personas mirándome, di gracias al cielo y continué corriendo. Dejé atrás el edificio y corrí por el estacionamiento; ahí supe que correr se estaba volviendo inútil. Decidí abrir la boca, gritar al viento y al sol lo que había sucedido, denunciar aquel crimen, aquella traición que nunca entendí porque nunca conocí ni al criminal ni al traidor. Tal vez yo cometí el crimen y aún no lo sé; simplemente no podía dejar todo así: otra persona había levantado su mano para atentar contra mi vida, eso era traición suficiente para mí. Corrí unos cuantos metros más sintiéndome desnudo ante las miradas de la gente y la mirada del dios que me abriría sus puertas. Balbucí un par de gritos más cortados por la falta de aire. Caí de rodillas. Lloré con más fuerza. Luego de exudar dolorosamente las últimas palabras de mi testimonio, me tendí en el asfalto caliente al borde de una línea amarilla del estacionamiento. Y conocí la oscuridad.
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