Ejercicio a partir de un sueño de Akira Kurosawa

Esa tarde me despertaron los gritos de mi abuela diciendo que había empezado a llover y que ya no podía ir al mercado. Me puse de pie de un salto y vi criados entrar a la casa cubriendo sus cabezas con esas sombrillas que dejan en las canastas junto a la entrada, las mismas sombrillas con las que juego los domingos persiguiendo a los gatos, golpeando a los perros. 
     Salí y ya todo estaba mojado. Sin embargo, el sol se negaba a ocultarse y hacía que la lluvia brillara intensamente sobre la acera frente a mi casa. Oí los gritos de una criada que me decía que no debía salir con la lluvia a esa hora, que los zorros hacen cosas que no debo ver. Regresó corriendo a la casa y nunca entendí lo que me quiso decir.
     Lo cierto es que me encanta la lluvia. En el bosque siempre llueve más fuerte pero me di cuenta de que mi traje nuevo se mojaba y eso no le iba a agradar a mi madre, por eso decidí girar y regresar a casa pero en su lugar encontré el bosque, adornado con grupitos de niebla que salían para disiparse por todas partes. Para mi sorpresa ya no llovía, pero no importaba, estaba maravillado con el tamaño de los árboles, brillaban por la lluvia que los había bañado y el más pequeño de ellos hubiese destrozado mi casa de alguna vez caer sobre ella.
     Caminé mucho sin siquiera notarlo y me sentí tan lejos que quise imaginar que escuchaba música de tambores, de esa que escucha mi padre en las tardes de domingo y que me hace dormir tan profundamente. La música, sin embargo, dejó de salir de mi cabeza, salía ahora de la niebla, una nube inmensa que se recostaba en la base de los árboles y que no dejaba ver absolutamente nada más allá. La música se hizo más fuerte y la niebla menos densa, hasta que empezaron a aparecer figuras en orden detrás de los mechones de vapor y me escondí tras el árbol más cercano. Temí por mi vida al saber que no estaba solo.
     Cuando me atreví a mirar nuevamente hacia el lugar del que salían las figuras, ya no quedaba nada de niebla, y en su lugar estaban alrededor de 20 figuras en hilera. Todos llevaban de esas máscaras que usa mi papá cuando va a trabajar en el teatro. Era como ver a mi papá actuando, repetido 10 veces como hombre y otras 10 como mujer, y todos se acercaban poco a poco en un baile que nunca antes había visto. Las figuras se acercaron hasta quedar junto al árbol que jugaba a ser mi cómplice, escondiéndome de la vista de aquellos animales de bosque. Pero ellos, tal cual zorros olfatearon mi miedo y giraron todos al tiempo sus cabezas hacia donde yo estaba. Ya las máscaras no me hacían ver a mi padre, me hacían ver a animales que me juzgaban con la mirada, que atravesaban mi interior en cuestión de un instante. Fue tal mi miedo que corrí sin mirar hacia dónde y con el sol a mis espaldas más rápido de lo que esperaba vi de nuevo la entrada de mi casa aún húmeda por los restos que dejó la lluvia.
     Tomé un respiro muy hondo y me acerqué a la puerta, pero me detuvieron por el brazo halándome de nuevo hacia atrás; pensé que al mirar quién o qué me detenía me iba a encontrar, sin lugar a dudas, con una de las máscaras que había visto en el bosque, pero no, era la criada que me advirtió no salir con la lluvia bajo ese sol. Por supuesto, no tardó en reprenderme, me dijo cosas muy fuertes, pero no parecía decírmelas a mí sino a alguien que se encuentra ya perdido y que jamás se volverá a ver con vida, a ratos sacudiéndome los hombros, mirándome fijamente a los ojos para luego mirar frenéticamente a nuestro alrededor. Dijo cosas que aún no entiendo (a veces detesto ser tan niño), dijo que ellos habían estado allí, que había cometido un grave error, que ya no había salida, que lo mejor era la muerte para salvar el honor y la honra. Sacó una daga mediana y me la entregó con lágrimas asomándose en sus ojos. Me habló de buscar el perdón de ellos, de ir hasta el lugar donde nace del arco iris si era necesario, porque sólo así podría salvar mi vida.
     Di media vuelta sin quitar los ojos del estuche blanco e impecable de aquella daga. Sentí una culpa inmensa pero no me duró más de 10 segundos, porque ahora estoy caminando por un valle de flores gigantesco, donde los colores se confunden unos con otros de tanta variedad que hay, el cielo es más azul de lo que jamás alguien podrá verlo en vida y en el fondo, cada vez más y más cerca se encuentra el arco iris, al cual espero llegar pronto para recibir el perdón de aquellos a quienes ofendí, aunque aún me pregunte quiénes fueron.


Fotografía: beautyineverything.com © jhiker5

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