Risko
El
viento aún arrecia desde el fondo del precipicio, Risko se pega a la pared
hecha de inmensas rocas escarpadas que se inclinan hasta sólo formar un límite
remoto con el cielo. Mirar hacia abajo es inevitable, el borde sobre el que
Risko tiene que pasar no permite que se haga un paso en falso, su atención va
dirigida a esos 35 centímetros de roca pero se pierde junto a los más de 500
metros de caída, ahí, a un mal paso de distancia. Afortunadamente, el viento
parece mantener el cuerpo de Risko pegado a las rocas; sin embargo, cada
movimiento le parece una antesala al suicidio, el simple hecho de inclinar la
cabeza para cuidar su próxima pisada lo hacen sentir que cae en el vacío.
Risko siempre fue muy valiente, su
mano nunca tembló a la hora de tomar acciones drásticas. Cuando se cansó de que
el vecino paseara a su perro por el jardín de su casa y se cagara
descaradamente entre los azahares recién nacidos, sin haber brotado la primera
flor y plantados con tanto cuidado por su madre sexagenaria, Risko no dudó ni
un instante en llenar el tanque de la Range Rover de su vecino con una extensa
y buena orinada. A Risko no le pasó el menor remordimiento por la cabeza ni
tardó más de un par de minutos cuando tomó la decisión de despedir a la señora
que llevaba casi diez años haciendo el aseo en su casa, sólo porque derramó un
detergente demasiado fuerte en su escritorio de cedro, pulido y barnizado por
él mismo por lo menos una vez al año y que le había quedado como parte de la
herencia de su abuelo materno (junto a una nutrida biblioteca de caoba a la que
jamás echó un vistazo); dejó a la pobre mujer en la calle y la insultó hasta
verla llorando, humillada y miserable. Su única hija (una bella adolescente
recluida en una clínica de desintoxicación y rehabilitación luego de dos años
de una intensa adicción a la heroína y a algunas anfetaminas) seguramente,
jamás olvidará el día en que se tuvo que despedir de Link, un pequeño Beagle
con sobrepeso que se tragó, casi literalmente, los lentes de Risko, a falta de
otro juguete que masticar; Risko salió, sin decir a nadie, con Link en la silla
trasera de su Fiat Uno, manejó hasta las afueras de la pequeña ciudad y cuando
vio que no había ni una sola casa a la redonda sacó a patadas a Link del carro
y se marchó sin mirar atrás.
Una y mil más son las anécdotas de
esta misma naturaleza que se pueden contar sobre el colérico Risko. Ciertamente
algunas de sus acciones habían hecho trascender su nombre por algunos sectores
cercanos a su hogar y la gente se ocupaba de tomar el café de las cuatro de la
tarde juzgando o justificando a Risko. Con el tiempo su imagen ha plagado las
mejores casas de familia, y todos se otorgan el derecho a comentar: “una mano
muy firme la de Risko”, “¡ése no se deja joder de nadie!”. “Un vil cobarde sin
remedio”, digo yo.
Yo no soy nadie importante; llevo
años, siglos, vagando por la Tierra, observando a aquellos de quienes más se
comenta, a los que todo el mundo juzga o admira por una u otra razón, y me he
dedicado a hacer visitas a estos personajes, estas dianas a las que apunto no
por la vista sino por el olfato, porque la mayoría apestan. Encontrar a Risko
fue muy fácil y no esperé mucho para darle la oportunidad de conocerme.
Le hice una visita furtiva cerca del
amanecer; entré por la ventana de su habitación, levanté las sábanas que lo
cubrían, despertó y no había dado el primer gemido de terror cuando ya lo
sostenía del cuello contra el armario.
Debo confesar que me divierto
montones haciendo este tipo de cosas, poner a gente como Risko ante una situación
extrema, totalmente fuera de su control, sin salida aparente, sin solución.
Risko
es un nombre que nadie recuerda en su pequeña ciudad; según mis cálculos van
dos años desde mi visita. Risko sigue ahí, en ese diminuto borde bien elevado
en la montaña, con miedo a moverse, sudando, rogando al viento que choca helado
contra sus arrugadas mejillas y, a veces, llora su desesperación, la escupe en
grandes lagrimones que al caer de su rostro se le mezclan con algo que para él
debe ser su mayor desgracia.
Yo, de vez en cuando, me paro a su
lado y me le río al oído.
Fotografía: © Mitch Dobrowner- Shiprock Storm
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