Dos Biografías
María Estela la llamaría su padre, en honor a su bisabuela. Nació en un hogar de clase media en la localidad de Cuernavaca, y fue la primera hija del matrimonio de sus padres Rodrigo y Antonieta. La felicidad era la típica en una pareja que soñaba con todo un porvenir y que se preparaba para levantar un hogar; la llegada de esa pequeña les iluminaba los ojos a ambos, recostados en la cama cada uno con una mano sobre la hinchada barriga de Antonieta.
El día del alumbramiento no fue el esperado, María Estela se adelantó poco más de un mes y complicó significativamente el parto. A pesar de los esfuerzos de los médicos, Antonieta falleció un par de horas después de dar a luz a la pequeña Estela. Rodrigo se aferró a esa pequeña manta que rodeaba a la bebé como si fuera su propia vida y se propuso salir adelante.
María Estela tuvo una infancia muy normal si se le quita el hecho de haber perdido a su madre. Rodrigo suplió ejemplarmente la ausencia de Antonieta. María Estela fue a una buena escuela primaria y pasaba horas en las tardes dibujando en hojas que su padre le llevaba del trabajo. Rodrigo podía pasar horas mirándola pintar y hablar sola con cada crayola que se desgastaba contra las hojas de papel y se la imaginaba siendo una gran artista.
El tiempo fue pasando y la pequeña Estela creció. Cuando tenía 10 años pasó por un susto inmenso. Su padre se enfermó gravemente por una afección pulmonar que lo obligó a pasar casi un mes en un hospital. Ese mes Estela conoció a una tía algo lejana (una prima de su madre) que vivía en la carretera que va de Cuernavaca al D.F., administrando una de esas posadas para camioneros y viajantes. Se tuvo que quedar con ella mientras su padre se mejoró y pasó algunos de los peores días de su vida. Esta tía la trató como una sirvienta y la obligó a hacer tareas que nunca había tenido que hacer en su casa con su padre. Afortunadamente pudo volver a casa apenas dieron de alta a Rodrigo y le dijo que jamás quería volver a ver a aquella señora ni volver a ese lugar.
Estela cumplió sus quince años y fue el día más colorido que tuvo en su vida. Le llevaron mariachis y llenaron el patio trasero de la casa con globos y música muy alegre. No hubo más familia que ella y su padre, el resto fueron amigos del colegio y amigos del trabajo de Rodrigo.
Cerca de Estela cumplir los 17 años, su padre conoció a una mujer llamada Antonia. Al principio Estela se sintió amenazada y el parecido del nombre de esa mujer con el nombre de su madre le pareció una ofensa y una vil traición de parte de su padre. En un arrebato de celos tomó todas las fotos que había por la sala de su casa donde aparecía retratada su madre, les quitó el marco y las guardó en una gaveta de su habitación, pensando que nadie iría a encontrarlas ni a quitárselas nunca. Curiosamente, un día al regresar a casa, vio de nuevo cada una de las fotos de su madre de nuevo dispuestas por diferentes sitios de la sala, cada una con su marco correspondiente y Antonia sentada en el sofá la miró sonriendo y le hizo saber a María Estela que amaba a su padre, respetaba a su madre y la quería mucho a ella. Desde ese día el hogar de María Estela parecía por fin un lugar completo, una familia.
Ese mismo año, para el día de todos los muertos, Rodrigo y Antonia decidieron hacer un pequeño viaje a la Capital para vacacionar un par de días. Estela no protestó y aceptó quedarse sola a cargo de la casa. Esa noche durmió con su novio y perdió la virginidad. Y la vida no sería lo mismo desde ese instante para ella.
En la mañana recibió una llamada, su padre y Antonia habían muerto al irse por un barranco en la carretera. Un día más tarde la llamó la tía que tanto odiaba y a la semana tuvo que mudarse a vivir con ella.
Desde el principio su estadía no fue fácil, más aún al poner resistencia a la actitud mandona y prepotente de aquella horrible mujer. Al cabo de un par de meses tuvo que ceder y se dedicó a recibir órdenes sin chistar, de la manera más sumisa esperando encontrar la oportunidad para largarse de allí.
Poco después de cumplirse un año de su llegada a aquella casa, Estela era otra sirvienta más de la posada. Pero llegó un día en que un acontecimiento inusual le cambió nuevamente, por completo, el rumbo de su vida.
Un hombre ya mayor pero no anciano, evidentemente ciego, guiado por un perro lazarillo, con una maleta y bien vestido, llegó a la posada requiriendo los servicios de una muchacha para pasar el rato. Para sorpresa de Estela, su tía le dijo que debía ser ella quien acompañara al señor. Estela protestó alegando que no era ninguna puta, que pudiera ser su sirvienta pero jamás se rebajaría a eso. Toda réplica fue inútil, Estela tuvo que acompañar a aquel hombre a una habitación para satisfacer sus deseos.
Cuando entraron en la habitación que estaba fría y húmeda, y donde las paredes eran tan delgadas que se filtraban todos los sonidos de las habitaciones contiguas, las risas, lo cuchicheos y los gritos ahogados con cachetadas, todo se escuchaba como si sucediera en la propia cama que ahora ambos tenían enfrente. María Estela no se atrevía a mirar a la cara al hombre, sólo pudo sentarse en el borde de la cama a esperar órdenes. Cuando por fin el hombre habló María Estela pensó que lo peor estaba por suceder, el hombre le dijo con vos suave y serena, hasta se podría decir que dulce: “desvístete, busca ropa interior roja y acuéstate en la cama, por favor”. Después de esto María Estela se sintió perdida y se dispuso a satisfacer sus deseos, esperando que todo pasara lo más rápido posible. Lo curioso es que los deseos de aquel señor consistían en cubrir todo el cuerpo de la joven María Estela con pintura roja. Cada vez que pasaba su mano con pintura por alguna parte del cuerpo de María Estela la tensión en sus músculos aumentaba y su imaginación no le permitía descubrir hasta dónde llegaría tal conducta tan extraña. Cuando terminó, el hombre le pidió que se alejara de la cama y se parara al lado de la ventana, donde más le llegara la luz y se quedó largo rato observándola.
Luego de un largo silencio de parte y parte le explicó que no deseaba tener sexo, que sólo quería ver por última vez el cuerpo de una mujer hermosa. Su defecto en la vista sólo le permitía distinguir los tonos rojos y al ver el cuerpo de Estela cubierto de este color pudo reconstruir su figura casi a la perfección.
El episodio terminó por conmover significativamente a Estela y al ver que el hombre ya se iba decidió hacerse una falda con la seda roja que cubría el altar a la virgen que tenía en su habitación y la adornó con luces del mismo altar; corrió hasta alcanzarlo, lo obligó a darse vuelta y empezó a girar ante sus ojos y vio cómo el hombre, al verla, distendía una sonrisa llena de alegría. Ambos se fundieron en un abrazo y María Estela le preguntó su nombre, a lo que el hombre respondió que se llamaba Rodrigo.
Esta fue la señal de esperanza que armó de valor a la joven para al día siguiente, rayando el amanecer, se fugara hacía la capital esperando encontrar una mejor vida.
Un sólo Matiz
Rodrigo Pardo nació en la ciudad de México en la mitad de la década de los años cincuenta. Era hijo de una familia adinerada, su padre fue médico cirujano y su madre ama de casa muy reservada. Creció muy bien educado, fue a uno de los mejores colegios de la ciudad y siempre fue un alumno sobresaliente, pero por otro lado siempre falló en el deporte. Lo extraño es que a Rodrigo le apasionaba el deporte, no aguantaba las ganas al ver a sus compañeros jugando fútbol, voleibol o haciendo gimnasia; Rodrigo siempre quiso pertenecer a alguno de esos equipos pero siempre quedaba descalificado, se fatigaba muy rápido y constantemente perdía el curso de la pelota o resbalaba en las diferentes máquinas de gimnasia, en especial en el potro y las paralelas. Resignado, Rodrigo se sumergió en los libros, libros de historia de los mundiales de fútbol, libros sobre todo tipo de deportes, y así transcurrió su etapa por el colegio.
Cuando estaba a punto de ingresar a la universidad para estudiar antropología, su padre falleció al sufrir un paro cardiaco en la cola de un banco. Este hecho lo ensimismó aún más y pasó toda su carrera sumido en sus estudios y leyendo de todo tipo de libros, desde la más profunda filosofía hasta las más breves historias literarias. Se enamoró una y mil veces de la misma muchacha en la universidad, ella siempre le dijo que no, y la vio con casi ocho novios distintos. Cuando recibió su título la llamó a su casa y le dijo que nunca la olvidaría y que algún día se volverían a ver y ella diría que sí.
Rodrigo se dedicó por entero a su profesión la cual le trajo grandes satisfacciones personales, premios universitarios de investigación, numerosas charlas y conferencias. Pero seguía viviendo con su madre en un apartamento de la ciudad. Hasta que un día la pobre anciana murió de un edema pulmonar. Ya Rodrigo contaba con poco más de 30 años.
La vida de Rodrigo continuó de la manera más monótona, y no vamos a decir que no tuvo aventuras amorosas porque si las tuvo, pero ninguna lo llegó a satisfacer, aún tenía en su memoria a aquella muchacha universitaria que quién sabe dónde se encontraría.
Al poco tiempo de fallecer su madre, Rodrigo fue nombrado profesor de antropología en la universidad donde se graduó. Siguió teniendo incalculable éxito con sus trabajos de investigación hasta que unos fuertes dolores de cabeza le hicieron mermar su trabajo. Asistió al médico innumerables veces sin encontrar una causa que explicara aquellas jaquecas. Llegó a desmayarse un par de veces en clase y pasar pequeñas temporadas en el hospital. Sin embargo, la respuesta a su mal no salía a la luz. Después de varios episodios de desmayos recurrentes hubo uno que lo tendió en un coma por casi dos meses. Al despertar había perdido la vista por completo.
Después de muchos exámenes se dictaminó que la ceguera no sería completa, su mal iría cediendo con el tiempo. El tiempo pasó y Rodrigo sólo veía siluetas borrosas que sobresalían de fondos amarillentos y turbios, sólo llegaba a distinguir mucho mejor un objeto si era de color rojo, de manera que su casa se fue poniendo rojiza sin querer porque sus tazas eran rojas, sus cubiertos y platos rojos, la mesa, sus muebles, sus sábanas, todo era rojo a fin de que pudiera ver sin mayor ayuda.
Así pasó los años Rodrigo, con una miserable pensión de invalidez, sin casi salir de su casa y sin más compañía que un perro lazarillo que compró con los pocos ahorros que tenía. Aquél perro le salvó la vida en más de una ocasión cruzando una calle o bajando unas escaleras. La vida de Rodrigo se redujo a su mínima expresión.
Un día domingo en lo más silencioso de la tarde, cuando apenas se siente el mecer de las hojas de los árboles por el viento, alguien golpeó a la puerta del apartamento. Cuando Rodrigo reaccionó ante esta extraña posibilidad de recibir algún tipo de visita, jamás se imaginó de quién pudiera ser. Se azoró por completo y de antemano pensó que se trataba de alguna persona equivocada. Cuando por fin abrió la puerta lo primero que escuchó fue la voz de una mujer que pronunciaba su nombre con un leve temblor en la garganta. Sin duda alguna, se trataba de ella, la muchacha de la universidad que siempre esperó volver a ver, ahora la tenía ante sus ojos y no veía más que una mancha. Se sentaron a hablar durante horas, ella preparó café y la tarde se convirtió rápidamente en noche. Llegó un momento en el que el silencio inundó la sala, y la cabeza de Rodrigo daba vueltas tratando de ingeniar la forma de poder ver el rostro de su amada una vez más. Pensó en acariciarle el rostro pero no se atrevía y eso nunca hubiese sido suficiente para satisfacerlo. De pronto, se le ocurrió la cosa más insólita: que ella se pusiera una prenda roja y se pintara el rostro de rojo para poder ver de nuevo su silueta. Después del largo silencio y de mucho pensarlo, le hizo la propuesta. Ella permaneció sentada unos 5 minutos, inmóvil, sin pronunciar palabra, luego se despidió y salió por la puerta.
Ya agotado, agobiado por la soledad, Rodrigo decidió tomar acción por última vez ya con esa intensa idea del rojo en su cabeza. Se impuso la firme tarea de buscar en una posada en la carretera que lleva hasta Cuernavaca una muchacha joven y esbelta que se dejara pintar por completo el cuerpo de rojo para así poder ver nuevamente la figura de una mujer. Empacó una maleta, la llenó de una mezcla de pintura roja para la piel y salió con un bastón y su confiable perro lazarillo a cumplir con su tarea.
Rodrigo llegó a una posada humilde donde los campesinos le dijeron que encontraría mujeres dispuestas a cualquier cosa por dinero. Habló con una mujer que hedía a cigarro, le pagó y ésta lo condujo a una habitación. Allí, Rodrigo dispuso todo y ante el asombro y el miedo de la muchacha, le pidió que se colocara ropa interior roja y se acostara en la cama. Poco a poco fue pintando aquel cuerpo de rojo, cada vez que trazaba una mancha roja por el cuerpo de la muchacha, apenas una sección de ese cuerpo surgía delante de los ojos de Rodrigo. Cuando hubo terminado le pidió que se pusiera de pie contra la luz y pudo ver cómo su figura, su esbelto y joven cuerpo apareció por completo ante sus ojos hasta el punto que podría describir cada ápice de su silueta. Rodrigo cumplió el último y más fervoroso sueño de su vida ese día.
Cuando ya se disponía a partir lo sorprendió la voz de la muchacha llamándolo, y al girar pudo ver que se acercaban unas luces pequeñitas, rojas, que saltaban junto a la risa de la muchacha y que al estar a un paso de él empezaron a girar como en un carrusel que en lugar de caballos tenía luciérnagas rojas.
Después de esa maravillosa visión y de aquél afortunado encuentro, Rodrigo siguió su camino con su perro junto a la carretera y nunca más se volvió a saber de él.
Fotografía: © Steve McCurry Photography
Fotografía: © Steve McCurry Photography
Ejercicio a partir del cortometraje mexicano “La Nao de China”.
Hace poco extrañamente recorde el comentario que escribí en tu blog, y poco después leí tu comentario en el mio y extrañamente me dió mucho gusto leerlo, gracias. Seria genial seguir en contacto, y así será :)
ResponderEliminarSaludos!!