Memorándum



I
Fernando Parra salió de su trabajo —un reconocido concesionario de la ciudad— mucho antes de lo normal. Su jefe se le acercó inesperadamente y le dijo que no se preocupara, que ya el trabajo del día estaba más que hecho y que se marchara tranquilamente a su casa o a donde quisiera pasar el resto de la tarde. Fernando, algo azorado pero siempre sonriente, le dio las gracias y salió del moderno edificio con la satisfacción del deber cumplido y sin hacerse mayores preguntas.
No estaba acostumbrado Fernando a salir tan temprano de su trabajo, y se entusiasmó un poco con la idea de hacer algo distinto, por lo que no siguió su ruta habitual hacia la estación del metro para dirigirse a su casa sino que tomó la dirección completamente opuesta y empezó a caminar por la acera. Pronto la ciudad lo fue agotando: el tráfico andaba ruidosísimo, era pleno jueves en Chacao, los carros hacían sonar las cornetas como nunca, decenas de personas caminaban a lado y lado de la calle, el ambiente se iba poniendo cada vez más pesado para Fernando que siempre prefirió la calma y el silencio. Algo confundido y acalorado, decidió entrar en un centro comercial que tenía a escasos 20 pasos de distancia. Una vez allí, vio un café muy agradable con pocas personas sentadas en mesas de madera y sillas plásticas, conversando, tomando notas, usando su computador portátil; tomó una mesa en un rincón y le pidió al mesero un capuchino mediano.
Por fin logró sentirse cómodo. Sacó una revista que llevaba en su bolso de trabajo y se dispuso a leer, pero antes un movimiento algo brusco le llamó la atención. Se trataba de un leve pero contundente manoteo de una muchacha que discutía con el que parecía ser su novio. La pareja estaba sentada a tres o cuatro mesas de Fernando, todo sucedía sin que se realizara el menor ruido, y nadie más parecía darse cuenta de la discusión; sólo él observaba. Decidió tratar de ignorar la escena y leer su revista, pero pronto tuvo que volver a mirar porque el sujeto acababa de tratar de tomar la mano de la muchacha repetidas veces y ésta se negaba y se resistía con movimientos bruscos pésimamente disimulados. Para ese momento ya Fernando no le podía quitar la vista de encima a los brazos blancos y algo pecosos de la muchacha, que contrastaban bellamente con la blusa amarilla que llevaba puesta; luego no pudo ignorar los labios rojos, delgados, que susurraban reclamos y posibles súplicas de forma entrecortada. La discusión parecía mermar a ratos, pero el disgusto del individuo aquél era notable. Al cabo de un par de minutos en los que no sucedió nada nuevo y Fernando fingía leer su revista, el hombre se puso en pie y se marcho ignorando por completo a la bella muchacha.
Ahora más que nunca Fernando se dedicaba a contemplar la figura de aquella chica que permanecía cabizbaja, sin moverse, desde que su acompañante se había marchado. Fernando sintió un impulso inexplicable que le decía que debía sentarse junto a esa muchacha y charlar. Puso la revista sobre la mesa, la tomó de nuevo, la enrolló, la volvió a desenrollar, todo esto sentado con las piernas muy juntas y con un temblequeo constante en su talón derecho. La ansiedad y la indecisión lo flanqueaban, pero en un arrebato repentino se puso de pie y fue directo a la silla donde hace apenas unos minutos se encontraba el otro hombre. Fernando saludó nerviosamente y pidió permiso para sentarse, sin encontrar ningún impedimento por parte de la muchacha.

II
Habían pasado 5 meses, más o menos, de aquel episodio.
Fernando dejó de trabajar repentinamente en el concesionario después de una licencia que tuvo que pedir por una extraña indisposición en su salud. Llevaba poco más de un mes sin dormir y sin comer debidamente. Se la pasaba mayormente parado frente a la ventana de la sala de su casa viendo un pino que se erguía justo en la mitad del jardín, adornando singularmente ese pequeño espacio. Su madre le preguntaba cada día si estaba bien, si necesitaba algo; Fernando siempre respondía con una negativa y una leve sonrisa ladeada; a veces tomaba las manos de su madre, ya arrugadas y manchadas con pequeñas pecas, y las besaba cariñosamente. Su padre lo observaba de lejos, pero no se atrevía a hacerle preguntas concretas, apenas cruzaba las palabras meramente necesarias con él, como los saludos matutinos y conversaciones rutinarias en la mesa durante la cena. El desconcierto y preocupación de sus padres se fue tornando en angustia, hasta que decidieron arreglar una cita con un psicólogo, un viejo amigo de la familia que les debía un pequeño favor, al que le explicaron con detalles toda la situación, por lo que accedió a atender a Fernando tan pronto éste lo dispusiera.
            Fernando se opuso pasivamente a tal encuentro, no creía necesario algo tan extremo, un “psiquiatra” no le iba a arreglar la vida, no le iba a quitar tantas imágenes y sonidos que se repetían una y otra vez en su cabeza, decidió encerrarse en su cuarto y no hablar con nadie, pero las diarias súplicas de sus padres, del otro lado de la puerta, poco a poco hicieron mella en su determinación.

III
El día de la cita era un lunes en la mañana; estaba nublado y Fernando llegó con media hora de anticipación al consultorio.
El Dr. Cassanova era un hombre de la misma edad de su padre, con abundante cabellera completamente blanca peinada cuidadosamente hacia atrás. Saludó a Fernando muy tranquilamente y lo invitó a sentarse o acostarse en el canapé de cuero. Fernando se sentó, muy tenso, en el borde del acolchado asiento; al ver la mirada sonriente del doctor se relajó, pero no se atrevió a acostarse.
—Fernando, tienes un parecido asombroso con tu padre. ¿Cómo está él? Tengo casi 25 años sin verlo. Apenas he tenido oportunidad de conversar con él por teléfono la semana pasada, para concretar esta cita.
Fernando apenas se percataba de lo que le preguntaba el doctor cuando notó que éste se había quedado mirándolo fijamente.
—¡Ah, disculpe! Todos están muy bien. Quiero decir, mis padres están muy bien, gracias.
—Ya veo. Me alegra mucho oír eso, Fernando. ¿Qué es eso que tienes en la mano? Si se puede saber. —preguntó el doctor señalando un pedacito de papel en la mano de Fernando.
—¿Esto? Ah, no es nada. —respondió Fernando azorado y guardó en el bolsillo del pecho de su camisa una pequeña fotografía de una muchacha de pelo negro, lacio y largo.
—Ok, Fernando. Comencemos, ¿te parece?
—¿Tendrá un poco de agua que me regale?, por favor —dijo algo azorado.
—Claro, Fernando, ya le pido a mi secretaria que te traiga un poco de agua.
El doctor se puso de pie y se acercó a su escritorio. Levantó la bocina del teléfono e hizo el pedido a su secretaria.
—Bueno, ¿qué te parece si te pones cómodo, Fernando? Termina de acostarte; entre más cómodo estés muchísimo mejor.
Fernando se acomodó lentamente sobre el canapé y entrelazó ambas manos sobre su pecho. El doctor volvió a su silla, tomó su libreta de apuntes y en ese momento entró la secretaria con dos vasos de agua, dejó uno en el escritorio y el otro se lo entregó a Fernando, quien se lo bebió entero de un solo sorbo.
—Gracias, Martha, puedes retirarte. Bien, amigo Fernando. ¿Qué me puedes contar? ¿Qué has hecho últimamente?
Fernando vuelve a entrelazar sus manos sobre el pecho y mira el techo fijamente, pero no pronuncia palabra alguna.
—Dime, Fernando. ¿Qué quieres contarme? ¿Ha sucedido algo especial últimamente que quieras contarme?
El pie derecho de Fernando comenzaba a temblar nerviosamente y se empezaban a notar las primeras gotas de sudor en su frente. El Dr. Cassanova hizo sus primeras anotaciones.
—Tranquilo, Fernando, no hay por qué estar nervioso. Háblame de cualquier cosa, entonces.
—No tengo nada qué decir —aseguró secamente Fernando.
—Está bien. Cuéntame, entonces, ¿qué te hizo venir hasta acá?
—Eso quisiera saber, doctor —respondió Fernando con la voz temblorosa y apagada.
En ese momento, la mitad de la foto de la muchacha se dejaba ver fuera del bolsillo de Fernando.
—¿Quién es la muchacha en esa foto? —preguntó el doctor.
Fernando se llevó la mano al bolsillo y volvió a guardar bien la foto.
—Nadie importante, doctor.
—Te lo pregunto porque me parece conocerla... ¿Se llama Ángela, casualmente?
—¡No, se llama Myriam!
Fernando alcanzó a exaltarse un poco, luego volvió a su posición inicial con las manos cruzadas sobre el pecho.
—Ah, discúlpame, Fernando, la confundí por completo. ¿Quieres hablarme de Myriam?
Para este momento ya Fernando sudaba profusamente y su talón del pie derecho no dejaba de tambalearse.
—Tranquilo, Fernando, tómate tu tiempo. Sé que no es fácil, pero, ciertamente, si vamos al grano será mejor para ti.
El ceño fruncido de Fernando dejaba ver el esfuerzo que hacía para dar orden a sus ideas, para aclarar su mente.
—Mira, Fernando, háblame de cualquier cosa, entonces; no tenemos apuro. ¿Te parece?
Pasaron poco más de 30 segundos sin que alguno de los dos pronunciara palabra alguna o dejara ver algún gesto que resaltar.
—Me enamoré de ella al instante —respondió finalmente Fernando como si se tratara de un disparo.
Su frente estaba cundida de gotas de sudor y sus manos entrelazadas se marcaron notoriamente con todas sus venas.
—No entiendo por qué tuvo que suceder… Todo fue tan rápido. Yo ya había imaginado un mundo junto a ella.
La voz de Fernando se iba quebrando y lágrimas empezaron a escurrir desde sus ojos hasta el cuero del canapé para luego secarse de forma suicida sobre la alfombra.
—Quiero olvidar, doctor, no quiero pensar más en esto. Me embarga el alma, me quita la vida.
—Fernando, sé perfectamente que no es fácil. Tómate tu tiempo, respira hondo y cuéntame lentamente de qué se trata esto que te atormenta.
—No puedo.
—Sí puedes —dijo el doctor con una gran paciencia marcada en su voz suave y relajada—, si quieres que avancemos en esto debes hacer un esfuerzo por contar, por desentrañar todo lo que te atormente, si lo conservas será cada vez más difícil. Haz un pequeño esfuerzo por hablar.
—¡No, no quiero violentarme describiendo lo que ocurrió… nadie podrá exigirme hacerlo!
Ahora, Fernando miraba fijamente al Dr. Cassanova. Se había sentado en un solo movimiento. Sus ojos vibraban ante la vehemencia de su declaración. El doctor no podía hacer otra cosa que aguantar la mirada de Fernando en silencio.
—Muy bien, Fernando. Sabes perfectamente que nadie te obliga ni te exige. Esto es un proceso, y todo proceso se lleva paso a paso. ¿Nos vemos mañana? Tal vez estés más fresco, tranquilo. Lo importante es conversar, pero ya no de cosas triviales, es necesario hablar de los hechos para obtener un progreso. La verdad es que ya tus padres me lo han contado todo, y es delicado. No es recomendable, insisto, que te quedes con eso adentro, Fernando. Yo sé por qué te lo digo. Pero, tranquilo, ya mañana hablaremos mejor, ¿te parece?
Fernando volvió a la misma posición tensa de antes, mirando fijamente el techo con las manos entrelazadas sobre el pecho; preguntándose por qué este método tan franco y directo si él siempre imaginó estas sesiones como diálogos triviales que por medio de la asociación de ideas se construye un referente que explica el estado de la mente. Fernando no dejaba de preguntarse qué clase de maniobra podía estar ocultando el doctor. Por eso respondió:
—No me parece. Ya nada me parece. Ya nada es igual ni lo será. Ya vi lo que vi y no se borrará por más que se lo cuente a cada ser sobre la Tierra. ¿Quiere escuchar lo que sucedió, doctor?... Bien.
En este momento Fernando se sentó nuevamente, pero esta vez con una actitud desafiante, mirando fijamente al doctor, apoyando los puños contra el cuero del canapé que chirriaba y se deformaba bajo aquella fuerza.
—Myriam y yo nos enlazamos en cuestión de una semana, fue el primer amor de mi vida, fue mi primera mujer… Sí, yo, un hombre de más de 30 años conociendo el amor por primera vez y de tal manera; eso me venció. Me entregué por completo, me olvidé de todo… Ahora quisiera poder olvidar…, pero no es posible. Cómo olvidar el último beso en el café donde nos encontramos por primera vez…, donde le declaré mi amor y la hice olvidar a aquel hombre que la había atormentado tanto hasta ese momento, que la había sometido a las dimensiones más tenebrosas de lo que algunos retorcidos llaman amor..., ¡Ja!, y pensar que se salió con la suya, arrastrándola hasta las más profundas tinieblas… tan fácil; cómo voy a olvidar su imagen de espaldas con el cabello suelto cada vez que nos despedíamos; cómo espera usted que yo olvide la última vez que la vi cruzando la calle para irse a casa…, ¡dígame!; cómo ignoro ahora el rugir de la moto que atravesó la calle repentinamente; cómo desaparezco el frío estallido de los disparos; cómo me limpio de la memoria la imagen de la sangre explotando desde su cabeza, manchando el viento de ese mediodía, cómo hago para dejar de ver su mirada perdida y su rostro cubierto en sangre… ¡Cómo!...  ¿Acaso puede ver lo que yo veo?
Fernando mantiene la mirada fija sobre los ojos del doctor, quien lo observa inexpresivamente, hasta que se pone de pie, toma un marcador rojo del escritorio y saca la foto de su bolsillo.
—Aquí tiene, doctor. ¡Trate de olvidar esto!
Fernando le entrega la foto de Myriam con el rostro cubierto de rojo y la cabeza perforada por la punta del marcador.
            El Dr. Cassanova se había quitado los lentes y los sostenía con su mano izquierda mientras observaba detenidamente aquella fotografía, pero su mirada estaba perdida mucho más allá de esa mancha roja y ese orificio en la cabeza de la bella muchacha.
Sin poder pronunciar una palabra más y entendiendo que no hacía absolutamente nada ahí parado, Fernando se secó el sudor con un pañuelo, dejó unos billetes sobre el escritorio del doctor y salió del consultorio.

IV
El día siguiente en las noticias se comentaba el suicidio de un reconocido psicólogo de la ciudad quien, al parecer, veinte años atrás había sido acusado de asesinar a su propia esposa y que había quedado en libertad por falta de pruebas y testigos. Se trató de contactar a su único hijo, un empresario joven y medianamente exitoso, pero los vecinos aseguraban que hace mucho que no lo veían, que un día salió en una de sus motos y no había regresado desde entonces.

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