Autoridad
Son
las diez de la mañana de un día entre semana. El tráfico es normal a esa hora,
por eso sabe que llegará a tiempo, así que toma la autopista con decisión y
mantiene el pie sobre el acelerador.
Cuando llevaba poco más de un
kilómetro recorrido tuvo que bajar la velocidad al ver varios conos de
advertencia que apartaban una sección del lado derecho de la vía. Un operativo
de la policía de tránsito, como tantos otros. Bajó la velocidad y puso cara de
buen ciudadano, buen conductor y hasta de ser bueno en la cama —alguna vez
escuchó que a los que tienen cara de sobrados nunca los paran—. Cuando sólo
quedaba un último policía para librarse del retén éste estiró su mano derecha
frente a nuestro conductor y le señaló dónde detener el carro.
—La grandísima puta —murmuró
mientras veía la hora en el tablero del carro.
—Muy buenos días. Permítame ver su
licencia para conducir, tarjeta de propiedad del carro y cédula de identidad,
por favor.
Sabía que ante esto la tranquilidad
era lo más importante; metió la mano en el bolsillo trasero, abrió la billetera
y sacó uno por uno cada papel para entregárselos al oficial con una leve
sonrisa.
El policía detuvo la mirada en cada
documento con el mayor cuidado, alternativamente observaba a al conductor que
no quitaba los ojos de las manos del oficial. Éste leía: «nombre… apellido…
fecha de vencimiento… fecha de expedición…»; pero lo mismo hubiera sido leer:
«desesperado… entrando en la crisis de los 40… cinco semanas sin sexo… a 45
minutos de cometer una infidelidad». Era lo que cada documento escondía entre
aquellas láminas plastificadas, detrás del papel impreso y bajo cada relieve de
las letras timbradas en el plástico.
—¿Hacia dónde se dirige?
—Hacia el barrio Santa Ana, que está
aquí, justo después de la próxima salida de la autopista.
—Ya. ¿Tiene el seguro obligatorio?
—Por supuesto, aquí en la guantera…,
aquí está, oficial, mire.
—Sí, sí, ya, todo está en orden,
señor…
—Muchas gracias, oficial…
—Agente.
—… perdón, agente… —entonces vio la
placa en el pecho del policía que decía «L. Machado», reluciente, se podría
decir que estaba nueva—, Machado. Que tenga un buen día, agente Machado, y…
—Espere un momentico, señor… —buscó
en el documento— García. Le digo que todo está en orden pero hay un detalle
aquí que tengo que corroborar. El último número del serial del motor, aquí en
la tarjeta de propiedad, está como borroso y no lo puedo distinguir, me
gustaría confirmar qué número es ese antes de que se vaya.
La garganta de García se volvió un
embudo, casi un dedal, cuando oyó aquello. Ya había perdido más de diez minutos
en esto, según alcanzó a calcular al ver el reloj del tablero.
—A ver, agente, si me permite, yo le
digo qué número es ése. A ver, a ver, siete, ocho, seis, siete, cinco… ¿uno?...
no, ¡cuatro, agente!, eso es un cuatro, señor agente, seguro.
—A ver, permítame… siete, cinco, ¿cuatro?…
¿está seguro, señor? Me parece un siete eso.
—Es un cuatro, agente, es un cuatro,
estoy segurísimo, tengo seis años con este carrito y, pues, ya me ha tocado
confirmar el bendito numerito ése varias veces. Ahí está clarito, el palito de
acá con éste, ¿sí ve?, ahí está, un cuatro, lo que pasa es que esta rayita de
acá confunde, ¿cierto?, pero es un cuatro, señor agente, se lo aseguro.
—¿Tiene mucho afán, señor García?
—Mmmm, la verdad es que sí, agente,
tengo un poquito de prisa —de nuevo la vista clavada en el reloj del tablero.
—Pues, le ruego que me disculpe pero
no lo puedo dejar ir hasta corroborar el numerito. Bájese del carro un momento,
por favor, y ábrame el capó; vamos a verificar viendo el serial que está en el
chasis.
García no podía creer su suerte, lo
último que le podía pasar, en el momento que menos le debía pasar. Trató de
recordar la voz de la última llamada que recibió antes de salir de su casa: «¿en
serio, en diez minutos está acá, profe?, de verdad se muere por verme, ¿ah?
Pues, ya sabe, estoy solita en mi apartamento, al fin… Lo espero». Era la voz
de Sarita, una de las alumnas de la maestría en la que García dictaba clases.
Llevaban la mitad del semestre insinuándose el uno al otro pero sin llegar a
nada concreto; hasta que esa última semana Sarita se había desatado enviando
mensajes sugerentes y que claramente le daban luz verde al profe.
—¡Señor García, colabóreme, por
favor, bájese del vehículo!
García pegó un salto del susto que le
produjo la voz del agente, quien estaba ya frente al carro.
—Abra el capó, por favor.
—Sí, señor… —metió la mano bajo la
lata y trató de mover la palanca pero era imposible. Entonces recordó: su
esposa había golpeado hace un par de semanas una baranda de estacionamiento del
supermercado doblando ligeramente la lata del capó, haciendo, desde entonces,
casi imposible accionar la palanca para abrir el capó del carro.
—Me cago en mi maldita suerte… —dijo
entre dientes.
—¿Cómo dice, señor García?
—No, nada, señor agente, lo que pasa
es que va a ser medio difícil abrir esta tapa. Tiene un golpe que dobló la lata
y la palanca no se puede accionar.
—Hhmmm…, ahí sí me la pone difícil.
Déjeme buscar una herramienta a ver si con eso la logramos abrir. Espere aquí,
por favor.
Mientras el policía se alejaba, García
sacó su celular dispuesto a llamar a Sarita y explicarle su situación. Pero
antes de marcar se arrepintió, sabía que eso la iba a desanimar y no podía
darse ese lujo, no después de haber llegado tan lejos; si ya en varios mensajes
de texto le había descrito las piezas de ropa interior que iba a usar sólo para
él. «Dios santo, esta muchacha; y me la voy a perder por andar en éstas» —pensó.
Cuando el agente regresó, García
estaba dándole codazos a la lata, frenéticamente.
—Tranquilo, señor García, ya traje
este destornillador a ver si con eso logramos abrirlo; corroboro el número del
serial, lo ingresamos a la computadora, esperamos que nos lance un resultado,
hago el registro y listo, usted sigue su camino.
—Jeje, claro, lo que usted diga,
señor agente —ya se le notaba descompuesto, sudado, nervioso.
Mientras el policía forcejeaba
intentando accionar la palanquita, García pensaba qué hacer.
—¿Y si… y si verificamos el número
del serial en la computadora?
—¿Cómo dice?
—El número, el serial, ¿si lo
introducimos así en la computadora?, yo estoy seguro de que es un cuatro,
agente, segurísimo.
—No, no, no, hombre —dijo el agente con
la vista clavada bajo la lata, forcejeando—, si yo llego a meter… ese número…
así… y llega a estar malo… el que se mete en un problema soy yo, por… ingresar
como «revisado» un carro que… no revisé… —irguiéndose nuevamente después de una
pausa—, esto está duro, señor García…, tengo que estar seguro de que el serial
del automóvil que reporto como revisado es el que revisé, qué tal que el número
que yo ingrese al sistema no sea el suyo, así sea por un número, y resulte ser
el de un carro robado, o algo así, ¿me entiende?
—Claro…
El policía, que se había detenido un
momento mientras daba su explicación, volvió a meter el destornillador bajo la
lata y siguió buscando la palanquita con mucho esfuerzo.
—Eso es un cuatro, señor agente… —aunque
lo dijo a media voz, el agente lo escuchó, se detuvo y se quedó mirándolo.
—¿Pasa algo, señor García? ¿Acaso no
desea colaborar? —ahora estaba mirando de frente a García, quien le esquivaba
la mirada—. Su actitud me empieza a parecer sospechosa.
—¡Cómo va a decir eso, agente! Yo
estoy colaborando, es sólo que… es fácil ponerse nervioso; verá, tengo un
compromiso.
—Pues, lamento informarle que en
este momento tiene un compromiso con la autoridad. Lamentablemente no hemos podido
llevar este procedimiento según la rutina y todo por variantes directamente
relacionadas con usted, señor García. Así que, le pido que colabore y tenga
paciencia. Y ahora intente usted abrir esto, por favor; a mí me quedó grande.
—Como usted diga, señor agente.
Ya García no podía con los nervios.
Se esforzó lo más que pudo intentando accionar la palanca pero era realmente
difícil. El destornillador alcanzaba moverla hasta cierto punto pero luego
volvía a chocar contra la lata sin que le diera espacio suficiente para que el
gancho liberara la agarradera del cierre. Se le iban acabando las esperanzas,
calculaba haber perdido ya más de media hora en esta ridícula situación.
Su vida lo tenía agotado. Aquella
aventura con Sarita le había dado nuevos impulsos, lo había hecho sentir más
joven, más interesante; hasta el sexo con su esposa había mejorado desde que
fantaseaba con aquella muchacha de 28 años, piel tostada, nalgas firmes y
cabello abundante, pero tan sospechoso le habrá parecido a su esposa que
llevaba semanas evadiéndolo en la cama. Sarita era una diosa, y muy
inteligente, además. No se trataba de una de esas mojigatas que buscan enredar
a un profesor por una nota, no, para nada. Sarita era un caso aparte, en todo
sentido. Y ahora estaba solita, esperándolo, aburriéndose; sencillamente lo más
estúpido sería dejar pasar aquella oportunidad.
García se detuvo y le dijo al agente
que iba a buscar si tenía un gancho de ropa o algo más manejable que le
permitiera abrir eso de una vez por todas, pero lo que pensaba era buscar un
billete de cien, no, dos billetes de cien, para doblarlos bien chiquiticos y
pasárselos al agente apenas pudiera; se sentía terrible al tener que hacer eso,
todo un profesor de derecho, pero por Sarita cualquier cosa iba a ser capaz de
hacer.
—¿Consiguió algo, señor García? Lo
veo enredado ahí adentro.
Cómo no iba a estar enredado si no
conseguía un par de billetes grandes que lo sacaran del apuro de una sola vez.
Solía guardar en su maletín algunos billetes en caso de emergencia, pero no los
conseguía.
—¿Todo bien? —preguntó el agente
asomando la cabeza por una de las ventanas traseras.
—¡Uy!, me asustó, señor agente… sí,
todo bien, pero no consigo lo que busco.
—Bueno, ¡me avisa!
Por fin encontró un billete arrugado
en un bolsillo pequeñito al costado del maletín. Buscó un par de billetes más
en su billetera y los dobló lo mejor que pudo. «¿Cómo rayos voy a hacer para
pasarle los billetes sin que los demás policías se dieran cuenta? ¿Se los
aceptaría? ¡Bah!, claro que los acepta, todos lo hacen» —en esto pensaba el
señor García cuando la cabezota del agente volvió a aparecer, esta vez por la
ventana del conductor.
—Le traje un poco de agua. De verdad
le ruego que me disculpe los inconvenientes, pero todo procedimiento lleva su
rutina y nuestro deber es cumplirla.
—Tranquilo, agente Machado, yo
entiendo muy bien. «¡Perfecto! Ahora era sólo cuestión de tomarse el agua y al regresarle
el vaso entregarle al mismo tiempo, disimuladamente, los billetes» —así pensó García,
y así mismo hizo, pero en el momento de entregarle el vaso el policía lo dejó
caer, como era de plástico salió volando con la brisa, los billetes también
cayeron sin que García viera dónde y sin que Machado los notara siquiera.
—¡Bah!, se perdió el vasito, bueno.
Ahí debe haber suficientes. Bueno, señor García, disculpe que le insista de
esta manera pero necesitamos ver ese serial del motor, por favor.
García se sabía perdido; vio
claramente, por el espejo retrovisor, cómo uno de los otros policías se
agachaba a recoger algo del suelo, y luego se lo estiraba en la cara a otro
policía que tenía cerca. Hasta ahí llegaba su plan. Pensó en el pelo de Sarita
revolviéndose sobre su cara, su pecho, esos ojos mirándolo con deseo, era una
diosa, un tipo de mujer que pocos se dan el lujo de poseer y lo estaba
esperando, la podía ver acostada, con una mano entre las piernas retorciéndose,
esperando que llegara pronto su profesor, el hombre que deseaba devorar sin
piedad, así se lo había dicho en una oportunidad. Esto era demasiado, aquella
imagen era inaplazable, inamovible, ¡inextinguible!, crecía como un incendio
dentro de la cabeza de García, le quemaba las retinas por dentro, le secaba la
boca. Cuando volvió en sí notó que tenía una erección incontrolable, y que el agente
seguía de pie, junto a él, diciendo algo al policía que había encontrado sus
billetes.
—Señor agente, señor agente, agente…
¡agente!
—Ah, perdón, señor García, dígame.
—Mire —su voz apenas se escuchaba—,
acérquese, por favor. Lo que le voy a decir me llena de vergüenza, pero sé que
sólo así usted entenderá la situación en la que me encuentro y entenderá por
qué no puedo seguir aquí intentando, inútilmente, abrir esa tapa —Machado no
movía un músculo pero las pupilas de sus ojos se dilataron notoriamente—. Verá,
señor agente, sé que me he comportado muy extraño y le pido disculpas por lo
que le voy a contar porque sé que no es una razón ejemplar para pedirle que,
por favor, me deje ir lo antes posible —miró de nuevo por el espejo retrovisor
antes de continuar—: una mujer despampanante me espera en su casa para que yo
haga lo que me dé la gana con ella, y puede que sea mi única oportunidad, o
mejor dicho, lo es, así me lo hizo saber, me está poniendo a prueba, me dijo
que si no voy hoy, es porque soy un cobarde y no soy capaz de hacer las cosas
que me propone.
El policía se quedó mirándolo un
rato sin cambiar de expresión. Luego, no pudo hacer más que reírse.
—… discúlpeme, señor García, pero,
¿usted me está hablando en serio? —la risa le trancaba la voz.
—Por mi madre y por todas las cosas
sagradas; es más, por cada vellito en la espalda de Sarita, se lo juro, agente,
esa es la situación —aseguró sin dejar de mirar a Machado fijamente a los ojos.
—Vaya, vaya… Pues, confieso que me
cae de sorpresa esto. Es primera vez que me dicen algo parecido —se seca las
lágrimas que le produjo la risa—. Verá, señor García, no crea que no lo
entiendo pero, estoy en mi deber y lamentablemente…
—Tengo fotos, ¿quiere verla? Si la
ve, estoy seguro que me dejará ir. Mire, agente, no hay mayor crimen que
dejarme aquí en este momento, sé que aún tengo tiempo, mire las fotos, mire, es
una diosa, ¡una diosa!
García le pone la pantalla del
celular en las narices al policía, éste se echa para atrás, asustado, y mira a
ver si sus compañeros lo miran, al ver que están distraídos echa un vistazo al
celular.
Al principio no puede dar crédito a
lo que ve, le parece imposible; sus ojos, que quedaron como huevos fritos al
ver la foto, le sirven de señal al señor García para pensar que logró su
objetivo.
—¿Verdad que es una belleza?
—Cómo no, cómo no... —después de
aclararse la garganta varías veces y con fuerza—¿Cómo es que me dijo que se
llama?
—¡Sarita, agente! Mire ese culo,
mire eso, una belleza; y lo mejor de todo: cero cirugías, esta cosita está como
la trajeron al mundo, y debe estar en este momento como vino al mundo,
esperando que yo llegue a hacerla mía.
—Hm, ya veo, ya veo, permítame… —le
quita el celular de las manos y empieza a ver foto por foto hasta ver un poco
más de diez.
—¿Qué dice, señor agente? ¿Soy
libre?
Una sonrisa indescifrable erosiona
el rostro del policía. Le entrega el celular a García y le dice:
—¡Seguro, señor García! No necesito
más pruebas, no se preocupe. Espere aquí un momento, ya voy a solucionar esto —le
lanza el celular a las manos y se retira hacia la parte de atrás del carro.
Por primera vez en la última hora,
García logra respirar con tranquilidad. Mira el reloj y calcula que tiene poco
más de media hora para estar con Sarita.
—Ay, Sarita, Sarita, no desesperes
que ahí voy, ya voy por ti, ¡mamasota! —diciendo esto le da varios besos a la
pantalla del celular. Y es cuando escucha el ruido de una cadena que cae al
piso y algo que se engancha debajo del carro.
—¡Qué pasó! ¡Qué fue esa vaina! —grita
asustado mirando hacia atrás sacando la cabeza por la ventana.
Lentamente el policía se acerca de
nuevo al carro y con una sonrisota en la cara se agacha y se acerca hasta tener
muy cerca el rostro asustado de García.
—Fíjese en lo que vamos a hacer: Lo
primero, es borrar todas y cada una de las fotos de esa muchacha que usted
tiene ahí, ¿entendido?; luego, usted se va a asegurar de que esa señorita pase
la materia que está viendo con usted…
—¡Usted cómo sabe que yo le doy
clases!
—¡Eso no le importa, señor! Usted
asegúrese de que la señorita sea la mejor de la clase, ¿entendido? Que obtenga
la nota más alta u olvídese de su carrito. Y, por último, hágame el favor de
bajarse del carro.
—Pero, ¿qué es lo que pasa agente?,
¡no entiendo nada de nada! —ya el ruido de la grúa remolcando el carro hacía
difícil escuchar su voz.
—Usted preocúpese por cumplir con lo
que le acabo de decir, si no le va a ir muy mal, ¿me entiende?
—¡De verdad que no le entiendo! ¡Por
qué remolca mi carro si no he hecho nada malo! ¡Qué pasó con el número! ¿No
vamos a revisar eso primero? ¡No soy un delincuente, hombre! ¡Bajen mi carro de
ahí! ¡Mire, el número es un cuatro, carajo, un cuatro!
El rostro de García se desfiguraba
ante la cólera. Tal era la rabia y el desconcierto al ver cómo su carro era
remolcado sobre la grúa sin explicación alguna, sólo con amenazas tan extrañas.
Entonces el motor del remolque paró de sonar y García pudo ver cómo el agente
lo miraba directo a los ojos con una sonrisa sardónica que le templaba los
labios. Se subió a la patrulla dando órdenes de levantar el operativo.
—Una última pregunta, profe —le
gritó desde la ventana de la patrulla—: dígame, ¿cuál es el apellido de esta
tal Sarita?
—¿Acaso está loco? ¡Usted para qué
quiere saber tal cosa!
—Simplemente dígame, señor García…
—¡Machado, su apellido es Machado!
—¡Ah! Vea, pues. Entonces, de ahora
en adelante me hace el favor de llamarla «señorita, Machado», no «Sarita»,
porque será muy diosa y todo lo que
quiera, pero ¿sabe qué?, «Sarita» sólo le puedo decir yo que soy su hermano.
¡Nos fuimos, arranquen!
García pudo ver cómo la placa del
agente daba un destello, para luego alejarse, ahora opaca, en la patrulla,
seguida por la grúa con su carro; todo un conjunto que se iba haciendo cada vez
más pequeño, tan pequeño como el respeto que se tenía a sí mismo en ese
momento, y el sol brillaba grandote, tan grande que podía convertirlo en un
símbolo exacto de su mala suerte.
Ya pronto iba a ser mediodía y el
calor se empezaba a hacer presente.
Entonces, al mismo tiempo, como si
se hubieran puesto de acuerdo, García al borde de la carretera y el agente en
la cabina de la patrulla, decían: «¡Qué hijueputa!».
Fotografía: Hold ups are behind us de © Steve Calcott
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