¿Qué esperabas ver?
Esta
historia no goza de mayores preámbulos. Simplemente se trata de algo que volvía
a suceder, una recurrencia extraña que cada vez se presentaba en formas menos
verosímiles; esta vez fue una voz —corta, fugaz e indudablemente femenina— con
la frase: «¿Y si miras por la ventana?... ¡Ahí está!, ¿qué esperabas ver?».
Sólo la cruda verdad podía ponerse de esa manera
ante los ojos de Pitkof.
Caminar de nuevo por las calles ya no podía ser lo
mismo. «¿Y si esto? ¿Y si no? ¿Y qué si?». El rumbo no interesaba por un
instante. Lo único que podía hacer, por ahora, era caminar y pensar mucho en lo
que acababa de ver, por supuesto, sin dejar de mirar a cada lado de la calle y
por encima de sus hombros, buscando esa voz.
En su mente las cosas transcurrían de la manera más
normal, como si se tratara de una conversación consigo mismo buscando descubrir
el porqué de aquello: «sí, la robó, sin duda metió la mano en la cartera y sacó
lo que debía ser una billetera. Qué cosas, lo que uno tiene que ver para luego
ignorar y seguir adelante». Ya había llegado a la esquina de su edificio. No le
importó sentarse en el canto de la acera un rato y encender un cigarrillo. Los
carros pasaban lentamente para frenar ante al pare de la intersección, justo frente a sus ojos. De nuevo, la voz
se hizo notar entre el silbido de los múltiples discos de los frenos: «¿lo has
visto, verdad?». Pitkof se puso de pie sin dar un solo chupón al cigarrillo y
entró al edificio.
«¿Fue la voz la que me hizo mirar por la ventana?»,
pensó, mientras subía por las escaleras. De nuevo vio la imagen del hombre
metiendo la mano en la cartera de una mujer en la calle; todo sucedió mientras
él viajaba en el bus y la escena estuvo ante sus ojos por breves segundos, pero
aún así estaba muy seguro de lo que había visto.
Llegó a casa, abrió la nevera, sirvió un vaso con
agua y se sentó frente a su computador portátil. El apartamento era estrecho
pero bien distribuido. Su trabajo como corrector de una revista literaria en Internet
le daba apenas para lo necesario, además estaban las fotografías que vendía a
la misma revista y a otras y a los perros de la calle, bueno, esas no las
vendía, esas las regalaba porque sabía que los perros las apreciaban mejor que
nadie. También estaba la venta de unas pastillas, pero eso no cuenta porque lo
que ganaba lo gastaba en comprarse otras pastillas que lo hacían dormir durante
días, y se perdía de la entrega de las correcciones a la revista o de tomar tal
y cual foto como había acordado o de ir comprar más pastillas para vender y
poder comprar más pastillas para dormir. Es entonces cuando llegaban los
problemas, golpeaban la puerta, él abría y le extendían la mano abierta, él les
decía «mire, señor problemas, yo le prometo que la otra semana le completo, por
favor no me cause problemas ahorita, señor problemas, tenga compasión de mí,
usted sabe que vivo sólo», y los problemas se iban por un rato pero tarde o
temprano regresaban.
Más pronto que lo problemas, regresó la voz: «¿y si miras
por la ventana...?». Esta vez Pitkof se acercó a la única ventana del diminuto
apartamento; no había nada fuera de lo normal, todo se quemaba como siempre.
Así que Pitkof regresó a sentarse frente a su laptop, pero justo cuando por fin
iba a empezar a trabajar en las correcciones le dieron ganas de tomarse una
pastilla, la bajó con agua y se quedó dormido.
Cuando despertó parecía ser temprano en la mañana, pero,
¿qué mañana?, podía ser una mañana de un ayer que no recordaba, quién sabe. El
caso es que era de día y todo estaba bastante claro. Cuando se acercó a la
mesita de la cocina no tuvo dónde poner el pocillo para servirse el poco café que
había quedado en la cafetera: en la mesa estaba una cartera que ocupaba todo el
espacio disponible; la abrió, metió la mano y la voz regresó: «¿y si miras por
la ventana… qué esperabas ver?», se detuvo un instante pero siguió buscando en
el interior de la cartera hasta que sintió algo, lo agarró y lo sacó para
verlo; era una billetera, la misma que vio que le robaban a la mujer en la
calle. Pitkof dio un paso atrás pero el estrecho espacio de su cocina ni eso le
permitía hacer sin tropezarse. Pudo ver con más atención la cartera y también
era la misma que vio desde el bus el día anterior, o la semana anterior; ahora
nada era seguro. Pitkof decidió dejar las cosas tal como estaban y de un salto
se metió en su baño para ducharse. Al salir del baño tanto la cartera como la billetera
seguían sobre la mesa.
Decidió no ocuparse de la cartera y ponerse al día
con su trabajo para la revista, de paso se dio cuenta de que sólo había pasado
esa noche durmiendo, no habían sido dos ni tres como otras veces. Cada vez que
podía echaba una mirada de reojo a la cartera, era de esas típicas carteras de
señora, aunque bastante sencilla, sin nada llamativo, una simple cartera de
cuero. Logró terminar un par de correcciones cuando llegó el mediodía. Decidió
entrar a Twitter un momento, escribió
su usuario: «@Pitkof», y siete dígitos para su clave. Desde que había abierto
aquella cuenta en Twitter todo el
mundo se empeñaba en llamarlo así, «Pitkof», incluso quienes lo conocían de
tiempo atrás, mucho antes de que se inventara ese raro nombre de usuario.
Pitkof se aburrió pronto del Twitter y decidió salir un rato. Se puso una chaqueta y los tenis
de siempre; buscó las llaves del apartamento en los lugares más comunes pero no
estaban allí, siguió buscando pero las llaves no aparecían, hasta que se
tropezó de nuevo con la cartera. Por no dejar dudas, buscó también dentro de la
cartera, y apenas había tocado el fondo cuando sintió las llaves, las agarró
pero no podía sacarlas, parecía que estaban pegadas o atascadas con algo. Tiró
con fuerza, trató de meter la cabeza pero no logró ver nada; sin embargo las llaves
estaban ahí, fieramente agarradas por su mano derecha ya sudorosa. Pensó en lo
ridículo que sería salir con esa cartera teniendo en cuenta que las llaves no
se despegaban, lo que no le permitiría usarlas para abrir la puerta de todas
formas. Pitkof se sentó, puso ambas manos sobre la coronilla y pegó la mirada
al techo. «Dos cosas: o la cartera quiere que me quede, y no salga para nada de
la casa, o quiere que salga con ella»; Pitkof no sabía cuál de las dos
probabilidades era la más extraña. Sin embargo, de verdad necesitaba salir, así
que se armó de valor y salió con la misteriosa cartera a la calle.
Después de un rato de ir caminando se acostumbró a
llevar la cartera en la mano. Eso sí, se cuidaba de llevarla con toda la
intención de hacer notar que no era suya y que se veía obligado a llevarla
completamente contra su voluntad. Llegó al café de siempre y, antes de entrar,
el celador lo miró de pies a cabeza, de manera que cuando cruzaron miradas
Pitkof se azoró y se apresuró a entrar al local.
Una vez adentro escogió una mesa en un rincón al que
apenas llegaba luz, sin embargo no pasó desapercibido, la cajera, una joven de
ojos claros, piel morena y pelo rizado, muy bajita, le sonrió y le hizo una
seña con la mano. Pitkof sonrió de vuelta y puso la cartera en la silla junto a
él. Volvió a meter la mano para ver si lograba sacar las llaves, pero no las
sintió. En ese momento llegó una de las meseras, una gorda que siempre lo
trataba con cierta indiferencia. Pitkof, aún azorado y un poco preocupado,
pidió un manchado doble y un par de galletas de avena, luego recordó que no
cargaba suficiente dinero y eliminó las galletas de la orden. La gordita se
alejó torciendo los labios y Pitkof se apresuró a buscar mejor las llaves
dentro de la cartera; la voz le susurró: «¿qué esperabas ver?». Inevitablemente
empezó a sudar y vio que la cajera lo observaba preocupada, intentó sonreírle y
calmarse un poco. Llegó su café y lo empezó a beber lentamente.
«¿Qué es todo esto, ah? ¿De dónde viene esa maldita
voz? ¿Qué carajo haré con esta cartera y dónde putas se metieron mis llaves?».
Ya era imposible disimular el sudor a medida que esos pensamientos iban
agolpándose en su cabeza. Decidió apurar el café y terminarlo de un solo sorbo.
Dejó un par de billetes sobre la mesa y se apresuró a salir. Una vez afuera
alcanzo a dar dos pasos cuando el celador le gritó: «¡hombre!, se le cayó esto
al entrar, ¿son suyas?». Las llaves colgaban de su mano derecha, Pitkof las
tomó despacio y le dio las gracias. Se aseguró de guardarlas bien en el
bolsillo de su pantalón y decidió volver a su apartamento. Ya había sido
demasiado por hoy.
Cuando llegó a la entrada de su edificio, los problemas
estaban en la puerta; cualquier cosa era mejor que cruzarse con los problemas
en ese momento. Pitkof dio media vuelta y siguió caminando. Fue entonces que se
dio cuenta de lo ridículo que era seguir cargando esa cartera; no tenía nada de
valor, ya tenía las llaves en su bolsillo, podía tirarla donde le diera la gana
y hacer como si nada hubiera pasado. Caminó unos metros más hasta llegar a un
estacionamiento, cerca había varios contenedores de basura, lanzó la cartera en
uno de ellos y regresó hacia su edificio.
A la mañana siguiente todo era más claro. Buen café
sobre la mesa, trabajo terminado a tiempo y había llegado la fecha de cobro.
Pitkof se arregló para salir a la oficina del editor de la revista y recibir su
cheque; además, llevaba cinco fotos que había tomado la semana anterior; con
eso podía tener el mes asegurado. Abrió la puerta del apartamento y en el suelo
estaba la última cosa con la que esperaba encontrarse esa mañana. La cartera de
la que creía haberse deshecho estaba ahí, en la puerta de su apartamento,
esperando a que saliera. Pitkof le lanzó una patada con rabia que la mandó tres
puertas más allá en el pasillo. Quería irse y dejarla ahí tirada pero la voz no
se lo permitió: «miraste por la ventana; ¿qué esperabas ver?». Estaba harto, se
maldecía por haber hecho caso a aquella voz ese día, deseaba nunca haber mirado
por la ventana del bus. Regresó para tomar la cartera y entrar a su apartamento
nuevamente.
Una vez adentro, se sentó en la cama con la cartera
al lado. Ya ni le interesaba buscar si había algo dentro, ya no quería saber nada
al respecto. Así estuvo largo rato, sentado, sin decir nada, sin pensar nada.
Fue a la cocina por un vaso con agua. Cuando regresó la cartera estaba abierta,
dio un paso más cerca de la cama y pudo notar que algo se movía a un costado de
ésta. Se apresuró a mirar y vio unos pies diminutos que se escurrían por debajo
de la cama. Pitkof se lanzó al suelo desesperado y pudo ver claramente un par
de piececitos corriendo del otro lado. Cuando pudo dar media vuelta para
levantarse tenía encima a un hombrecito cacheteando su rostro, riéndose como lo
haría una ardilla. Espantado, Pitkof cubría su rostro gritando, el pequeño
hombre seguía lanzando una cachetada tras otra hasta que sus carcajadas no se
lo permitieron más y cayó al suelo gritando, revolcándose en su propio ataque
de risa. Pitkof se apoyó contra el costado de la cama, aterrorizado, viendo a
esa pequeña criatura, sin ropa, rosada como un bebé, con la piel tan tensa que
brillaba y sin un solo pelo por ninguna parte. Paralizado, Pitkof no podía
quitar el ojo de encima del pequeño hombrecito, que poco a poco iba tomando
aire, hasta quedar completamente inmóvil mirando al techo.
Llevaban poco más de un par de minutos así, en
silencio, el hombrecito tirado en el suelo y Pitkof sin poder pestañear,
tratando de descifrar qué era lo que tenía frente a sus ojos. Pero pronto se
cansó.
—¿Usted qué es?
—…
—¿Qué quiere?
–dijo Pitkof tímidamente.
—Un café sería
una maravilla.
—¿Un café?
—Sí, hombre, un
café, ¿no sabe qué carajo es un café?
—¿Vino por café
nada más?
—«¿Vino por café nada más?» Por supuesto
que no, pendejo. Pero me gusta el café y quiero uno.
Pitkof prefirió no hacer más preguntas y
sencillamente levantarse e ir a la cocina.
Ya había café hecho así que tomó un pocillo sucio y
sirvió un poco de café.
—Aquí tiene —dijo Pitkof mientras ponía el pocillo
de café en el piso junto a la cama.
—¿Me cree un perro? ¿Desde cuándo el café se sirve
en el piso a los invitados?
—Yo no invité a nadie.
—Que yo me invitara solo no me hace menos invitado.
¡Ponga ese pocillo en la mesa!
Pitkof se dio media vuelta para hacer lo que le
decía, pero el hombrecito ya estaba sentado ahí con las piernas cruzadas,
mirándolo con una sonrisa que más bien parecía un anzuelo.
—Así me gusta, Pedrito. Venga, siéntese conmigo.
Hace mucho que Pitkof no escuchaba ese nombre. Pero
de igual manera fue a sentarse junto al hombrecito y le puso el café enfrente.
—Bastardo… ¡esto está sucio! –gritó dando un planazo
sobre la mesa.
—Es lo que hay, yo no voy a estar lavando para
alguien que no conozco.
—¿«Que no conozco»,
ah? –dijo mientras levantaba el músculo donde debía estar su ceja izquierda
pero lo que se levantaba era un pedazo de piel brillante y tenso.
—Es primera vez que lo veo en mi vida, ¿cómo espera
que lo conozca?
—No todo lo que se conoce tiene que entrar por los
ojos, querido Pedrito.
Pitkof no sabía qué pensar pero una vez el
hombrecito pronunció aquella frase pudo reconocer la voz, aquella voz que creía
femenina, era en realidad la de este hombrecito, era él quien lo había hecho
mirar por la ventana.
—Ya tiene su café, ¿piensa decirme qué hace aquí,
para qué vino o qué es lo que quiere? —preguntó azorado Pitkof.
—Déjeme pensarlo —respondió aclarándose la garganta
después de dar un ruidoso sorbo al café.
El silencio de ambos se prolongó casi un minuto,
hasta que al pequeño hombrecito le vino un atroz ataque de tos que lo hizo
tirarse al suelo y revolcarse por toda la sala. Pitkof lo miraba horrorizado
por los terribles ruidos que hacía y sin tener idea de lo que debía hacer.
—¡Qué le pasa! —gritó— ¡Óigame! ¡Qué rayos le
sucede! ¡Pare! ¡Pare!
Y así como le empezó el ataque, se detuvo; el
hombrecito quedó de nuevo de espaldas mirando al techo sin pronunciar palabra.
Se puso de pie luego de unos segundos y volvió a sentarse para terminar su
café.
Pitkof no daba crédito a lo que estaba viendo.
Empezó a preguntarse si se trataría de un sueño, pero uno nunca se pregunta en
un sueño si lo que ve hace parte de un sueño, es contra las reglas; al menos
eso pensaba. Sin poder encontrar una explicación decidió sentarse también.
—Ah, por fin decidió hacerme compañía…
—Llevo aquí todo el ra…
—¡Ah, ah, ah, ah!, calladito, Pedrito, calladito. Le
voy a explicar. Tengo una tarea para usted.
Aquellas palabras eran las que Pitkof estaba
esperando y sin embargo ahora no estaba seguro de quererlas escuchar.
—Verá, Pedrito, usted nos debe algo, no, no, no, no
me haga preguntas, sólo escúcheme. Nos debe algo pero le va a ser muy fácil pagarlo.
Como ya habrá notado tengo días siguiéndolo y déjeme decirle que ya el tiempo,
entre otras cosas, se agota. Póngase las pilas.
—¿Usted cree que le estoy entendiendo algo?
—No importa, la verdad. Ya entenderá. Le doy más
plazo porque el café estaba bueno. Mucho cuidado con lo que hace, lo estoy
viendo.
El hombrecito saltó de la silla con la mano
extendida y se la plantó en el rostro a Pitkof dándole una severa cachetada que lo
mandó al suelo. Cuando Pitkof pudo ver ya el hombrecito había desaparecido. Fue
a ver en su cuarto y la cartera tampoco estaba. «Lo que me faltaba», pensó.
Pitkof pasó el resto del día durmiendo. Al día
siguiente todo era tan normal que estaba convencido de haber tenido un extraño
sueño y nada más. Pudo salir a cobrar su cheque y entregar las fotografías,
peleó un rato con el director por el precio de las últimas pero finalmente
llegaron a un acuerdo. Pasó por el café de siempre y ahí estaba la cajera; este
día tenía algo distinto, se dedicó a observarla todo el tiempo desde la mesa y
entonces supo que le gustaba, llevaba rato pensando que era linda pero sin
estar del todo seguro de lo que creía. Le pagó con una sonrisa en el rostro que
ella le regresó con plena conciencia de lo que significaba. Luego Pitkof
regresó a su apartamento, vio una película y durmió, por primera vez en mucho
tiempo, con algo de tranquilidad en su cabeza.
Pitkof de pronto sabía muy bien, aún dormido, que
algo andaba mal, que su cuerpo pesaba más de lo normal, que el calor que
recorría su cuerpo era extraño y que estar aún tranquilo al respecto era lo más
sospechoso. Por eso abrió los ojos. Era como despertar de la anestesia, donde
llevas buen rato empezando a sentir y escuchar lo que está a tu alrededor pero
en realidad no sientes nada, no lo entiendes, tu cuerpo sigue engañado por los
fármacos. Pudo ver el rostro del hombrecito a pocos centímetros de su cara.
Estaba sentado en su abdomen y lo había amarrado a la cama.
—Buenos días, Pedrito —dejando ver una vez más aquel
anzuelo que en una sonrisa atravesaba su cara.
Pitkof no podía pronunciar palabra, al no entender
el porqué miró a su alrededor y vio sangre sobre la cama. Se asustó, luchó por
moverse pero era imposible. Entonces el hombrecito levantó su brazo sosteniendo
entre los dedos un pedazo de carne ensangrentada.
—¿Buscaba esto?, ja ja ja, ya no la necesita. Las
palabras sobran de ahora en adelante, todo lo pronunciable es efímero, así que
considérelo un favor que le acabo de hacer.
Pitkof sintió que en cualquier momento iba a sudar
sangre por el pánico.
—Yo pensaba que mi visita anterior había sido clara,
pero ya veo que no. O, ¿usted se me está haciendo el loco, pedrito? Eso no le
conviene, no señor. Una deuda es una deuda, y más si se le debe a sus propios
sentidos, su realidad sensorial lo obliga a mantenerla bien alimentada, no es
bueno estar anestesiado todo el tiempo, eso es irreal. Pero al parecer usted no
piensa hacer caso a sus sentidos y eso no lo puedo permitir.
Las palabras del hombrecito no calaban en Pitkof,
todo era un sinsentido tras otro, más allá del sinsentido de no sentir dolor
alguno, sólo sentía la agonía, la incertidumbre, el fuerte tamborileo que
empezaba a notarse y a descontrolarse bajo su pecho.
—Ahí está el problema, Pedrito, ¿lo ve? Eso que
lleva entre pecho y espalda, eso es la anestesia que no necesita; esa pequeña
bomba de carne adormece los sentidos y eso no es nada bueno, eso no es
saludable, por eso tenemos que cortar el problema de raíz, Pedrito. Yo lo
siento mucho pero así debe ser.
El hombrecito lanzó un solo golpe directo al pecho
de Pitkof y su mano se hundió haciendo salpicar sangre por todas partes. En su
mente, Pitkof daba aullidos, pero en realidad estaba mirando fijamente cómo la
mano se incrustaba en su pecho y se movía buscando algo. El anzuelo no se
borraba de la boca del hombrecito, se hacía aún más agudo a medida que hundía
la mano en el pecho de Pitkof. Finalmente se detuvo, lo había encontrado,
palpitaba serenamente para su sorpresa. Pitkof miraba todo con cautela, se
sentía cirujano de su propio cuerpo, espectador de un nuevo espectáculo de
variedades donde nada es demasiado. El hombrecito empezó a halar poco a poco y
el cuerpo de Pitkof convulsionaba con cada latido. El forcejeo era brutal, y
Pitkof no podía quitarse los ojos de encima, veía todo, no sentía nada. El
hombrecito hundió su otra mano para halar con ambas, se puso de pie sobre
Pitkof, halaba con todas sus fuerzas hasta que poco a poco las fibras fueron
cediendo, se escuchaba un ruido como de raíces que se rompen, que se estiran
hasta reventarse, hasta que por fin logró sacarlo; ahí estaba, aún latiendo,
entre las manos huesudas del hombrecito. Pitkof pensó que lloraba, pero no
estaba seguro, vio cómo el hombrecito fue a guardarlo en la cartera. Luego se
dio la vuelta y le dijo:
—Esto es sólo un préstamo, para la próxima vengo por
más. A ver si así se concentra en lo verdaderamente importante. A éste —dijo levantando
la cartera y sacudiéndola— no hay que hacerle caso, Pedrito. Yo sé que usted
sabe muy bien a lo que me refiero y que sabe todavía mejor lo que tiene que
hacer.
Cuando Pitkof despertó vio que era cierto lo que el
hombrecito decía, sabía muy bien lo que tenía que hacer. Salió a la calle
pensando intensamente en Baco, su dios griego favorito, el dos veces nacido,
Brimio, Lisio, Sabacio, Eleuterio, el que ha cruzado dos veces las puertas de
la vida y la muerte. Pitkof se sentía en paz; tomó un bus, se sentó junto a una
ventana e hizo de nuevo el mismo recorrido que cada semana tomaba para ir a
comprar sus pastillas.
Fotografía: Alex Webb
TURKEY. Istanbul. Taksim. 1998. Public bus.
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