Piedra solar


aquí no pasa nada, no más que la vida
pasando de la noche a los espejos
Eliseo Diego


Las piedras no saltan por el calor. Es algo que aprendí bien de mi abuelo quien nació en El Carmen de Bolívar y cada tarde veía correr a las gallinas sobre las piedras de la estrecha carretera que atravesaba el pueblo. Me lo dijo una tarde cuando, aquí, en Bogotá, hace unos diez años, observábamos un atardecer muy parecido a este, que incendiaba la ciudad y su mar de cielo, émulo de algún círculo del infierno, tal vez el último, sereno en el minucioso cambio de su agónica hora. Lo dijo porque me vio tomar una de las piedras que teníamos cerca y le pregunté qué podrían sentir o hacer las piedras ante el brillo del sol. «Las piedras nada sienten y nada hacen frente a lo que sucede en el mundo, allí están siempre pasivas, todas iguales y distintas, nada las altera. Las piedras no saltan por el calor». Se llevó la piedra a la boca, la tragó sin masticar y permaneció en silencio.

Realmente se parece este atardecer a aquel que vi junto a mi abuelo sentado en un parque a orillas de la montaña. Creo que desde entonces vivo en él, en ese atardecer con el que ahora me reencuentro y que me refleja el rostro del padre de mi padre, una imposible premonición de mi rostro. Antes de aquella tarde jamás había pensado en lo que son o pueden llegar a ser las piedras. Desde entonces temo que los colores del cielo cambien en cada atardecer. Por eso, esta tarde, tomo una piedra para llevármela a la boca. Mientras veo que las nubes aún se mueven, la trago. Espero. Ahora noto que llevo varias horas frente al mismo atardecer y que la noche no llega.

Fotografía: Cinque terre: Montale's beach

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