Finales
El frasco estaba en el centro de la mesa y Sara y Patricia me miraban aún incrédulas mientras yo intentaba armar los detalles de lo sucedido en mi cabeza.
Desconocíamos si llevaba mucho tiempo así. Era poco lo que
podíamos aventurar sobre su verdadero estado. Lo poco que veíamos de su rostro
no tenía una expresión plácida. Era claro que debíamos hacer algo. Aun así, por
un momento, yo no podía hacer más que dudar.
Hoy es la final de la liga nacional de fútbol y el partido
está empatado a los cincuenta y cinco minutos. Le voy al equipo local. Tengo la
camiseta y la bufanda puesta al igual que mi papá y mi hijo. Sara y Patricia
siguen en la cocina buscando algo que nos ayude con el asunto del gato.
Siempre amé a los gatos. El primero que tuve lo llevó mi papá
a la casa en un día de lluvia. Venía del trabajo, empapado, con el pobre animal
envuelto en un periódico; yo hacía mis tareas en el comedor de la casa,
divisiones recuerdo, infames divisiones, nunca pude realmente con ellas después
de las tres cifras. Ahora que lo pienso, eso debió ser por culpa de ese primer
gato, Salomón, un típico gato de los sesentas, un gato en blanco y negro. Desde
esa tarde jugué con Salomón todas las tardes y me desentendí de las divisiones.
¡Tiro de esquina! Amaba a ese gato
que me miraba en silencio mientras me sentaba a ver la televisión, que se
acercaba y chocaba contra mis piernas, ronroneando como si llevara una podadora
por dentro. Mi papá también lo amaba, mi mamá apenas lo miraba, Sara y Patricia
preferían al perro. ¡Usted y su manía de tener gatos! Nunca aprendió —gritan
ambas desde la cocina como si fuera un eco de mis recuerdos, pero no: es el presente—.
A mí también me gustan los perros, he tenido tres en toda mi vida, pero es
cierto, Sara y Patricia son quienes se han encargado de ellos. ¡Va Díaz con la pelota por el costado izquierdo!
Les grito que ya voy, no quiero que Raúl se entere de lo que sucede en la
cocina. ¡Venga y ayuda a ver si logramos sacar a ese gato de ahí! —siguen los
gritos desde la cocina, desde el presente—. Quiero hacer algo por ayudar pero también
he esperado años por ver este partido. ¡Andrés!, ¿ese partido es más importante
que su gato? —gritan de nuevo como si desde allí, desde el presente, pudieran
leer mejor mis pensamientos—. El gato no es mío, es de Raúl —pienso—. Entonces
Raúl desprende su mirada del televisor para mirarme inquisitivamente y entiendo
que no tengo otra opción que encargarme del pobre gato y le digo a Raúl que no
pasa nada, que me grite cada detalle mientras voy un momento a la cocina. Me
levanto y ahí va otro tiro de esquina.
Dejo a Raúl con mi papá viendo el partido y empiezo a pensar
qué puedo hacer para resolver el asunto del gato antes de que termine el
partido. Al mismo tiempo, voy rogando para que Millonarios meta un gol; no
soportaría que se fueran a penaltis.
Viéndolo bien, el que sin lugar a dudas se va a quedar así es
el gato. No tengo idea de cómo se metió en un frasco de ese tamaño ¡… y pega en el palo esa pelota! ¡Papá,
pegó en el palo, pegó en el palo! —grita Raúl desde la sala y mi papá aplaude
tres veces, las mismas veces que se santigua, no necesito verlo para saber que
es así—. Cuando yo jugaba con la pelota en el patio de mi casa siempre preferí
jugar a pegarle al palo que meter el gol. Salomón también prefería acostarse
sobre ese palo, el que unía el tejado sobre el lavadero con el tendedero de
ropa. Ahí iban las pelotas, gol tras gol, nunca le daba al palo y Salomón seguía
durmiendo plácidamente. Tal y como ahora duerme Orwell dentro del frasco. Tiene
que estar dormido, si no, que Millonarios meta gol pronto o la tristeza de Raúl
va a durar varias semanas y, sinceramente, no sabría cómo reconfortarlo.
Varias semanas me duró a mí la tristeza cuando se murió
Salomón. Murió de amor, como tantos otros gatos. Eso de que la curiosidad mató
al gato es el error más ingenuo del mundo; los gatos se mueren de amor, no de
curiosidad. Salomón sucumbió ante las numerosas gatas de las casas vecinas que
levantaban sus colas a la distancia y le hacían señas para que se acercara; el
problema es que para llegar a ellas debía atravesar tejados, calles, otros
gatos y viejas locas que ponen comida envenenada en sus patios porque les
molesta que de repente se les acerque un poco de belleza a sus vidas. Así murió
Salomón, envenenado como todo rey de quien se decide que ha llegado su hora.
No puedo dejar que se muera Orwell, sé muy bien la alegría que
este gato le genera a Raúl y habérselo dado me compromete a hacer todo lo
posible para evitar que algo malo le suceda. Pero, sinceramente, dudo que esté
sufriendo, al menos no más que yo, que acabo de escuchar que el partido va por
el minuto setenta y ocho y siguen en ceros.
Finalmente, me acerco lo suficiente para inspeccionar mejor el
frasco y tratar de descifrar el verdadero estado de Orwell. Lo cierto es que
juraría que está dormido, esos ojos rasgados no me darían una falsa esperanza.
Apenas tres dedos me caben a través de la boquilla del frasco. ¿Cómo hizo para
entrar ahí? ¡Goooooooool! ¡Gol, gol,
gol, gol, papi, goool! —grita Raúl con histeria—. Salgo corriendo a la sala en
donde mi papá y Raúl saltan abrazados, ¡…anulado!,
el juez ha invalidado la jugada. En la repetición vemos claramente que recibió
la pelota con el antebrazo; clarísima ‘mano’ del delantero… Todos nos
llevamos las manos a la cabeza y me trago todas las palabrotas que me sé.
Regreso a la cocina y el frasco no está sobre la mesa. Lo que faltaba. Ahora no
solo tendría un gato encerrado sino, además, desaparecido. La tapa. Pisé la
tapa del frasco y al agacharme a recogerla vi que el frasco estaba debajo de la
mesa. De la emoción debí soltarlo de cualquier manera y rodó por la mesa hasta
caer al suelo cuando salí corriendo a ver el gol invalidado.
Tomé el frasco y el gato seguía allí, imposiblemente
encerrado, extrañamente dormido. El grosor de la alfombra —sí, tenemos una
alfombra en la cocina—, seguramente, ayudó a que el golpe de la caída no rompiera
el frasco, cosa que lo habría dejado en libertad pero que, sin duda, le habría
hecho algún daño grave al pobre gato; pero, que no despertara a pesar de todo
eso sí era sorprendente. ¿Qué podría estar soñando tan tranquilamente en su
encierro? ¿Qué sueña un gato en libertad? ¿Cuál fue el sueño de Salomón?
Recuerdo que a los pocos meses de casarme tuve un sueño
recurrente muy extraño. Mi esposa daba a luz a un bebé tras otro sin parar. Los
bebés eran apenas bolsitas de sangre que salían de entre sus piernas y rodaban
por la cama; rodaban y luego desaparecían inexplicablemente. A ese ritmo
hubiese sido normal que la cama estuviera repleta de criaturas asfixiándose en
la placenta que mi esposa no se comía porque no hacía parte de su instinto,
cosa que una gata habría hecho naturalmente, cosa que me atormentaba en el
sueño. La cama se ensangrentaba, eso sí, pero los bebés no se acumulaban a
pesar de seguir naciendo y naciendo.
Mi esposa murió de leucemia cuatro años después. Nunca
relacioné aquél sueño con su enfermedad, supuse en cambio que era una
manifestación de mi firme deseo de convertirme en padre. Así nació Raúl.
¡El juez se lleva el silbato a la
boca y, señoras y señores, esto terminó!
Se fueron a penales. Era de esperar.
¿Qué cosa puede estar soñando Orwell? Lo observé con
detenimiento y creí notar que sus orejas se movían levemente. No había otra
manera de que las moviera, el espacio que quedaba dentro del frasco era
realmente precario en relación con el tamaño de Orwell. ¿Cómo se metió allí? He
visto videos divertidísimos de gatos metiéndose en cuanto lugar extraño
encuentran. Esconderse parece ser lo único que los motiva en sus vidas,
encontrar un lugar que los proteja y que a su vez los aparte un poco del mundo.
Como esas cajas gigantes que convertíamos en naves espaciales cuando éramos
niños sin hacerles siquiera una sola modificación. Con tener dónde meternos y
sentarnos durante horas, la magia estaba hecha. Aquella caja podía ser lo que
quisiéramos, así de simple.
¿Qué busca un gato en cajas y frascos como este? ¿Qué sueña un
gato encerrado?
Raúl me llama con insistencia para que vea la tanda de
lanzamientos desde el punto penal. En realidad, daría lo que fuera por
conseguir una caja donde meterme en ese instante antes que sentarme a ver
semejante tortura. Han pasado 24 años desde la última vez que los Millonarios
fueron campeones. Hoy, eso puede cambiar. Hoy, puede que todo siga igual. Ignoro
los ya desesperados llamados de Raúl y su emoción no le alcanza para seguir
insistiendo. Entonces quedamos Orwell y yo solos en la cocina. Sara y Patricia
se han ido no sé a dónde, mi padre y mi hijo sufren en silencio frente al
televisor.
Gol de Ballesteros Empezamos bien. Vuelvo a notar un ligero
movimiento de oreja de Orwell Gol de
Zambrano. ¿Y si se muere? Gol de
Bustos. Está durmiendo Gol de
Villegas. Cómo hace un gato para lograr esto Gol de Vásquez. El encierro es la mejor solución Gol de Mora. Así superé la muerte de
Salomón Gol de Robledo. Dos meses en
mi cuarto Gol de Cortés. Así comprendí
la muerte de Ana ¡Atajó Díaz! Hoy, puede
que todo siga igual Falla Gómez. No
puedo permitir que Orwell se muera Tanto
definitivo para el título. Raúl vuelve a llamarme a gritos ¡Golgolgol, Millonarios campeón, señores!
—el grito de alegría de mi hijo y mi papá y los vecinos y la ciudad es uno
solo— ¡Después de 24 años, señores, los Millonarios
son campeones otra vez!
¿Qué sueña un gato encerrado cuando sueñas que mueve sus
orejas y realmente no mueve absolutamente nada?
Por
fin me levanto y voy a la sala, abrazo a Raúl de rodillas, tan fuerte como
puedo. Él no deja de gritar, me abraza con fuerza, me hala el cabello por la
histeria. Entonces sé que no puedo hacerlo; es obvio que no es el momento para
decirle que vayamos a conversar un rato. Él lo sabrá por aquella vez en que
volví sin Ana a la casa y le dije, como en sueños, que me acompañara a dar un
pequeño paseo en el parque.
Imagen: Abandoned football ground,
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