Aunque te veías tan parecida a ella


Para Lindsy Acero 
este cuento que ella misma 
sin querer me regaló.

Volver a la casa de los padres después de tantos años es volver a una pared llena de retratos. Mi papá cumple sesenta años y hace diez que no nos vemos. Ahora vivo en Milán y es difícil venir a pasar aunque sea unas vacaciones cuando eres docente de música porque si no estás dando clases estás buscando un sitio donde dar clases extra, y cuando eso no es suficiente estás buscando cumpleaños, aniversarios y reuniones casuales donde te paguen cualquier cosa para que toques sus favoritas de Al Di Meola.

En estos diez años he olvidado una buena parte de quien soy o de quien solía ser. Tal vez he olvidado quién fui porque me he convertido en quien quería ser. Mis padres, en cambio, seguro son los mismos. No hay duda de que viví años felices, muchos de ellos junto a mis padres, pero ahora siento que no sé nada de ellos. Tendré que enfrentar sus rostros viejos y ya no será a través de una pantalla cuya imagen se pixela, podré sentir el olor del pelo de mi madre y el ligero aroma a sudor de mi padre, un olor que me recuerda el olor de la lluvia en el verano. Ellos, en cambio, me verán joven, tal vez más joven que cuando me vieron partir con apenas catorce años, sin saber que me apartaba del camino de sus abrazos quizás para siempre. Es una suerte que no nos haya pasado nada en todo este tiempo, es una suerte que estemos vivos y que yo esté subiendo los escalones para llegar a su apartamento, para volver a verlos, para abrazarlos y decirles cuánto los he extrañado. Es todo lo que pienso ahora que llego a su puerta. No está abierta porque no lo saben, no les dije que vendría, no me esperan ni esperan el sonido del timbre ahora, no se imaginan quién está tras esa puerta. Es su hija, Linda, papás. Aquí estoy. Puedo escuchar sus voces de sorpresa porque no hay nadie más en casa, porque no esperan a nadie, porque ya no están para fiestas familiares numerosas, están para el silencio, para la paz y yo he venido a perturbarlos; ojalá se alegren tanto como yo, ojalá que no se asusten tanto como yo.

*

—Esta eres tú cuando tenías doce. Te quedaba grande esa guitarra pero te las arreglabas para tocarla igual. Ya en ese entonces Fili te tenía el ojo puesto, sabía que te iba a llevar a la Academia en Milán apenas surgiera una oportunidad.

Sonrío mientras mi madre me toma del brazo y me muestra todas las fotos que tiene en un rincón de la sala. Parece un altar, pero no le digo nada. Sonrío y ella sonríe con los ojos brillantes clavados en cada fotografía. Toma algunos portarretratos y les quita el polvo de una pasada con la palma de la mano izquierda. Mi padre nos mira desde el sofá de la sala, y sonríe.

—Deberías tocar algo para tu papi, Linda. Es su cumpleaños, le va a encantar.

—No, mamá.

—Ay, Linda, no seas odiosa.

—Mamá, no es eso, estoy cansada. Tú entiendes, ¿verdad, papi?

Mi papá mira a mi mamá con esa cara de siempre, con su poder conciliador, con su jurisdicción de papá que todo lo puede. Entonces mi mamá me mira de nuevo y dice que está bien, que de pronto mañana cuando esté más descansada, y yo sonrío.

Me cuesta adaptarme a lo felices que están, no me quitan la mirada de encima y por un momento solamente quiero mecerme en sus brazos, meterme entre los dos y sentir que son dos paredes que me aprisionan. Pero solamente me miran y sonríen. Mi mamá busca más vino y yo lo tomo encantada, mientras ella me mira. Así debió ser cuando nací, una criatura indefensa a la que sus padres no le quitan los ojos de encima. Pero no me siento indefensa, me siento rara pero no indefensa, llevo diez años cuidándome sola, ¿cómo podría sentirme indefensa?

—Qué tamaña sopresa nos has dado, Linda. Es de no creer. Estás aquí después de tantos años.

—Sí, mami.

Los miro a ambos mientras tomo otro sorbo de vino. Es un Pinot Noir delicioso y me da el calor en la sangre que necesitaba después del largo viaje.

—Voy a traer algo que les va a encantar a los dos —dice mi mamá mientras se pone de pie y se dirige al estudio. Cuando regresa tiene tres álbumes de fotos en las manos, son gigantescos, uno tiene un bordado rococó de hilos dorados, otro tiene un forro con una fotografía de una rosaleda con rosas de muchos colores y otro es simple y gris como una vieja agenda o un anuario.

—Mami, ¿en serio?

—Claro que sí, mi vida. No hay domingo que no me haya sentado a repasar estas fotografías, sobre todo después de hablar por Skype contigo en la mañana.

Por un momento se detiene y luego, sin mirarme, continúa.

—Sin esto me sentiría muy sola.

Miro a mi papá y él me está mirando con esa cara de no le pare bolas a su mamá, pero déjela que no le hace mal a nadie.

—Estas fotos son mi vida, Linda. Sin ellas yo no recordaría todo lo bueno que hemos vivido y se me haría más duro tenerte por allá tan lejos, por tanto tiempo.

Como veo que va a llorar, dejo la copa de vino a un lado y la agarro por los hombros. Me sonríe y espanta el llanto en un segundo con una leve risa. Por Dios que yo no quería emocionarlos tanto. Pero qué podía hacer. Así son mis papás.

—Empecemos con ese, mami. Ese me gusta porque no salgo yo, solamente salen ustedes y mis abuelitos.

—Es cierto, ese es nuestro álbum de novios y de recién casados. Pero yo quiero ver las tuyas, Linda.

—Veamos este y luego ves las mías, cando yo me vaya a dormir.

—Ay, Linda…

—Ya, mami, es molestando. Pero, en serio veamos ese que me gusta ver a mi papá todo coqueto contigo y a mi abuelo bravo, siempre por ahí detrás.

—Don Roberto; todavía me vigila desde el otro lado.

—Ay, no empiece con esos chistes flojos…

—Ya, mami, mi papá también está molestando.

Y mi papá y yo nos miramos como siempre lo hemos hecho cuando nos unimos para molestar a mi mamá.

—Sí, hijita, además es verdad, lo que pasa es que tu mamá no lo siente porque no la viene a vigilar a ella sino sólo a mí. Que en paz descanse don Roberto.

—Bobo.

—A ver, mami, muéstrame las fotos.

*

Hubiera querido que el vino durara más pero acabo de servir la última gota. Ahora vemos mi álbum de fotos, ya pasamos los baños a totuma en Anapoima y mis primeros paseos a La Mesa, he visto fotos con flores que debían ser rojas pero que en el álbum se han vuelto amarillas, me he visto soplando velitas cuando cumplí dos años, me he visto bailando en el colegio, montando en un pony en el parque Sopó y dormida en una cuna, me veo abriendo un regalo de Navidad que jamás olvidaré, es una carroza blanca con un caballo blanco para una Barbie por supuesto blanca, la veo y recuerdo que me hubiera gustado caber en esa carroza con mi papá y que me llevara en ella a todas partes, qué boba, me veo feliz en cada foto y da gusto verme ahora que lo pienso, me miro embobada con la copa de vino vacía en mi mano izquierda mientras me enrollo las puntas del cabello con los dedos de mi mano derecha, pero no tiene caso, el pelo vuelve a caer liso como una tabla sobre mis hombros, entonces caigo en cuenta de que en las fotos no es así, en las fotos mi pelo está enrollado, tengo los rulos de una sirena y no tengo idea por qué, había olvidado por completo que me veía así en aquellas fotos.

—Mami, ¿por qué tengo rulos ahí?

—¿No te acuerdas?

—No, para nada.

—Yo te los hacía.

Mi mamá mira atrás de nosotras y ve que mi papá está completamente dormido en el sofá. Entonces me dice que había reservado esta historia para cuando cumpliera por lo menos veinte años, pero el tiempo pasó de una forma muy distinta a lo que tenía proyectado y lo había olvidado por completo. Le pregunté que por qué debía esperar tanto y me dijo que no era una historia fácil de comprender.

*

Tu papá y yo nos casamos mucho más apresurados y necesitados de lo que esas fotos que vimos hace un rato aparentan. Yo tenía tres meses de embarazo y mi papá casi que arrastró a tu papá a la notaría. Yo estaba feliz porque tu papá es el hombre con el que siempre quise casarme y la verdad es que yo también soy la mujer con la que tu papá siempre quiso casarse, sólo que en ese entonces él no lo sabía. Me quería pero le aterraba la idea del matrimonio, se sentía muy joven para eso y supongo que yo le estaba arruinado sus planes de don Juan, o qué sé yo. El caso es que nos casamos y yo estaba embarazada de una hermosa niña. La tuvimos con todos los miedos de los papás primerizos, pero a la vez con todas las alegrías y las lindas sorpresas que vienen con eso. No supimos qué nombre ponerle hasta el día que nació. Fue un día de carreras y todo tipo de contratiempos para llegar al hospital, el carro de mi papá se varó y tuvimos que coger un taxi, pero llegamos a tiempo y la niña nació bien.

Era hermosa, como tú, Linda, una bebé preciosa sin nombre. Las enfermeras me regañaban por no tenerle nombre y yo las miraba feo, les decía que era problema mío y que si necesitaban nombre para la manilla de la clínica pues que le pusieran el mío y así lo hicieron. Cuando volvimos a la casa todavía no habíamos decidido un nombre hasta que un día tu padre vio a una modelo bellísima en una revista y dijo que debíamos llamarla Lindsy. Lindsy se quedó. Era nuestra bella Lindsy. Fuimos muy felices esos años, muy felices. Lindsy fue creciendo y a medida que crecía su cabello también lo hacía. Verás, cuando nació tenía apenas unas motas de pelo pegadas a la cabecita, pero con el paso del tiempo le fue creciendo una hermosa cabellera llena de rizos pequeños y apretados como los de una sirenita. Parecía una princesa con su cabellera dando volteretas por todos lados. A tu padre le encantaban sus rizos, los había sacado de él por supuesto, y la verdad es que a mí también me encantaban.

Un día la llevamos al parque, tenía cuatro años apenas, y no la llevábamos mucho porque en realidad no le gustaba jugar tanto, si jugaba lo hacía sentada en un sólo sitio por horas y horas, pero no corría, no gritaba, al menos no como tantos niños de su edad. Ese día había un perro hermoso en el parque, era realmente precioso, de pelaje largo y gris, como marmoleado y de corte cazador, una belleza de animal. Lindsy se enamoró de él y lo persiguió toda la tarde, corrieron juntos por todo el parque, yo nunca había visto a Lindsy tan sonriente y tan activa, tu papá y yo estábamos felices de verla así. Cuando llegó la hora de regresar, ella estaba tan cansada que tu padre tuvo que cargarla dormida todo el camino de vuelta hasta la casa, cayó completamente profunda en sus brazos y así mismo la acostó en su cama cuando llegamos. No se despertó en la noche y pensamos que estaba rendida por tanto ejercicio tan inusual para ella. Pero en la mañana tampoco se despertó. Lindsy no despertó nunca después de esa tarde de juego. Los médicos nos explicaron que había nacido con una rara cardiopatía congénita que había pasado totalmente desapercibida hasta ese momento. Pero yo ahora sé que había algo que Lindsy sentía, sólo que fue un ángel incapaz de decírnoslo, un angelito incapaz de preocuparnos. Por eso tan quieta, por eso tan cuidadosa.

Luego llegaste tú, Linda, y pudimos ser felices de nuevo. Sólo que tú nunca tuviste rizos, tu cabello siempre ha sido así de liso, como el mío. Yo te hacía trenzas muy pequeñas y apretadas por toda la cabeza antes de acostarte y en la mañana te las quitaba. Así todas las noches durante muchos años, hasta que no me dejaste hacerlo más, me pediste que no lo hiciera más y así lo hice. Aunque te veías tan parecida a ella.

*

No sé cómo hice para que mi corazón no se detuviera también con aquella historia. No sé cómo hice para entender tanto en tan poco tiempo. Tampoco sé de dónde sacó el valor mi mamá para contarme eso de esa manera, tan natural. Así los había impactado mi visita, así de mucho les hacía falta.

El álbum seguía abierto en la misma página. Había una foto mía —¿podía ser yo? ¿Cómo saber si era yo?—, una foto donde estoy besando a mi papá en la mejilla, había otra en la que estaba sonriendo con un mueble lleno de juguetes a mis espaldas, se puede ver parte de la carroza blanca, parte del caballo blanco, se ven los hermosos rulos que adornan mi cabeza, su cabeza, Linda, Lindsy, la eterna hija ausente de mis papás. En esa foto se puede ver la felicidad de mis padres con sólo ver la sonrisa de esa niña que es sus dos hijas.

Mi mamá y yo permanecimos inmóviles y en silencio un par de minutos más. Luego tomé mi maleta, el estuche de mi guitarra y llevé todo al cuarto de huéspedes. Cuando salí llevaba mi pijama puesta y el cabello completamente suelto. Ella seguía sentada con el álbum cerrado sobre sus piernas. Era muy tarde, las dos de la madrugada tal vez. Tomé el álbum de sus manos y le dije que era hora de ir a dormir, que era tarde. Despertamos a mi papá y juntas le ayudamos a ir hasta su cuarto y cerramos la puerta. Levantamos los vasos, las copas y los platos. Mi mamá fue a guardar los álbumes de fotos al estudio y cuando salió le pregunté si me podía hacer unas trenzas.


Fotografía: Ann TOWELL asleep 
in a tent during summer camping 
in Pinery Provincial Park.
Larry Towell, 1999.

Comentarios

  1. Muy bello. Me gustó mucho

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  2. El riesgo y la fortuna está en hablar y compartir con personas que como tu, saben escuchar y observar. Saludos y abrazos. Linssey.

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