El Último Hombre Sobre la Faz de la Tierra


Un día en donde el silencio hablaba consigo mismo, una voz ya anciana, apartada en lo alto de un edificio, dentro de una habitación en ruinas, continuaba su monólogo eterno.
¿El último hombre sobre la faz de la Tierra? ¡Pero qué tontería más caprichosa y sin-sentido! Un pensamiento de ese tipo sólo puede ser producto de una pura e irremediable locura senil. Me comprueba lo solo y frustrado que te sientes, lo miserable que eres… ¡Ja! Qué idiota. Tienes miedo, ¡pavor!, a quedarte solo, ¡íngrimo!, en este mundo malagradecido que no ha hecho más que robarnos todos los buenos momentos de nuestras patéticas vidas, para luego sepultarlos bajo una ventisca de arena que se dedica a consumirlos lentamente, esperando la hora de nuestra muerte, hasta no dejar nada, absolutamente nada… Déjame en paz, al diablo con tus estúpidas inseguridades; porque yo estoy bien, estoy mejor que nunca. Siento que puedo bailar una noche entera después de haber comido medio pavo relleno y de haber bebido botella y media de vino… Jamás me dejaré llevar por tales insolencias… El último hombre, ¡bah! ¿Sabes qué? Ojalá fuera así, ya quisiera ser yo el último hombre sobre la faz de la tierra, así no tendría que escuchar tus preguntas insolentes y carentes de todo sentido común… Te lo repito, estás viejo y eres miserable, estás solo, solo… Y eres un tonto haciendo preguntas tontas… ¡A ver!, ¿no tienes nada que decir al respecto? ¡Ja, ja! Es porque sabes que tengo la razón, sabes que soy más inteligente que tú. Si no, ya me hubieses respondido o refutado cualquiera de mis argumentos; pero ni siquiera de eso eres capaz… ¡Das lástima! Pobre hombre, de verdad te compadezco, y entiende que es por pura lástima que sigo contigo; no te ofendas…, comprende… Ahora, dime, ¿cómo no se te ocurrió refutar alguna de mis ideas?, atrévete, sé que es difícil, más sabiendo que realmente tengo la razón; pero no cuesta nada intentarlo. Por ejemplo: pudiste haberme refutado diciendo: «Ah, bueno, y si yo soy un pobre viejo miserable que se siente solo y que sufre de locura senil, entonces, ¿por qué insistes en hablar y en discutir todo el día con ese espejo?» Con tal argumento me hubieras dejado frito, amigo mío, completamente frito, ¿no te parece? ¡Dime! ¡Háblame desgraciado! ¡No hay nada que puedas decir, eh! ¡Ya vas a ver de lo que soy capaz, infeliz! ¡Deja de señalarme! ¡Nadie se burla de mí!
El pobre viejo rompió el espejo a patadas, dio media vuelta y se sentó en el marco de la ventana a contemplar el silencio de la Tierra.

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