Afsâna junto al río
A Erika Silva,
quien me regaló sus ojos
para siempre.
Recoger
el agua en el Nilo aquella mañana nunca pudo ser un momento tan trascendental
en la vida de alguna mujer.
Afsâna era su nombre y, aún teniendo 19 años, nunca había sentido la necesidad de sumergirse en pensamientos ligados al amor de un hombre y mucho menos a la vida en matrimonio; aunque sabía que tal despreocupación sumía a sus padres en hondas tribulaciones ante la presión de múltiples jóvenes que se habían acercado a ellos para manifestar su deseo de comprar a aquella joven que, para muchos, ya se estaba poniendo vieja y corría el peligro de morir sola y sin ninguna fortuna, hecho del todo inaceptable tratándose de una mujer de tan inapelable belleza.
Ningún pretendiente obtenía algo de su petición; la negligencia de Afsâna respecto al tema era más que explícita y no hacía falta que cruzara una sola mirada o palabra con sus padres, su sola actitud bastaba para lanzar una lluvia de hojas de hielo que en el instante cortaban cualquier intención del antes pretendiente y del sueño de sus padres. Incluso, en muchos casos sucedía que el joven salía consternado de la casa sin recordar el motivo por el cual se encontraba allí ni el camino de regreso a su tierra.
Afsâna era su nombre y, aún teniendo 19 años, nunca había sentido la necesidad de sumergirse en pensamientos ligados al amor de un hombre y mucho menos a la vida en matrimonio; aunque sabía que tal despreocupación sumía a sus padres en hondas tribulaciones ante la presión de múltiples jóvenes que se habían acercado a ellos para manifestar su deseo de comprar a aquella joven que, para muchos, ya se estaba poniendo vieja y corría el peligro de morir sola y sin ninguna fortuna, hecho del todo inaceptable tratándose de una mujer de tan inapelable belleza.
Ningún pretendiente obtenía algo de su petición; la negligencia de Afsâna respecto al tema era más que explícita y no hacía falta que cruzara una sola mirada o palabra con sus padres, su sola actitud bastaba para lanzar una lluvia de hojas de hielo que en el instante cortaban cualquier intención del antes pretendiente y del sueño de sus padres. Incluso, en muchos casos sucedía que el joven salía consternado de la casa sin recordar el motivo por el cual se encontraba allí ni el camino de regreso a su tierra.
Afsâna era feliz así y nada iba a
obligarla a cambiarlo.
Resulta mágico, sin embargo, cómo cualquier actitud desafiante se convierte en la licencia del destino
para amordazar al pobre mortal y empujarlo hacia el camino que se le ha
preparado sin haber sido consultado.
El Nilo fluía aquella mañana en la
tranquilidad de lo inesperado, como la llama de una vela que no presiente el
soplo del viento que la apaga. Afsâna siempre escogía el mismo claro en la
ribera del río para llenar tres o cuatro vasijas de barro con el preciado
líquido. En el otro margen, las espigas de trigo se contoneaban en un baile
desconocido, impreciso, que hace apenas instantes cepillaba las barbas del sol
que poco a poco iba ganando altura. Afsâna cantaba y sonreía mientras llenaba
cada recipiente, nada más atravesaba su mente y nada más lograría sacarla de
aquel estado sin la intromisión de los caprichos del porvenir de los hombres.
Una sombra, que más bien imitaba a
un suspiro, detuvo la tarea de Afsâna cuando casi llenaba la última vasija. Sus
almendrados ojos no atinaron a descubrir el origen de aquella fugaz marca que
había manchado por un instante la claridad de las aguas. Amarró los recipientes
a la vara que la ayudaría a transportarlas y al dar el primer paso su camino se
oscureció. Una imponente bestia negra e inquieta, cuyas respiraciones aludían a
una extraña agitación y delataban la corpulencia del hombre que cargaba sobre
el recio lomo, bloqueaba su paso.
—Je suis perdu dans cette destination
que je trouve dans votre yeux, mademoiselle.
El rostro de Afsâna ni siquiera
atinó a evidenciar su incomprensión ante aquellas palabras.
—Hablaré español, entonces, si le
place, señorita. Buenos días —el hombre pronunció esto como si su voz saliera
del mismo pecho del caballo.
Afsâna sintió miedo por primera vez
y en su garganta se atropellaban los deseos de gritar con la imposibilidad de
tragar saliva.
Entonces el hombre lanzó su pierna
izquierda detrás de su cuerpo con tal energía que todo él giró al compás de
aquel primer movimiento y en seguida sus dos pies tocaban el arenoso suelo. Afsâna
miraba las rocas buscando una lo suficientemente grande para reventar la cabeza
de ese desconocido y salir corriendo hacia su casa. Pero la voz resonó de
nuevo, esta vez mucho más clara que las dos anteriores, como si se hubiera
desconectado de la mismísima caja de resonancia en que se convertía su caballo
mientras se encontraba sobre su lomo:
—Lamento, sinceramente importunarla
de esta manera y lamento aún más intuir que usted no entiende la más mínima de
las palabras que pronuncio…
El alma de Afsâna parecía esfumarse
entre cada respiración y su miedo se hacía cada vez más fuerte no permitiéndole
ver con claridad el rostro de aquel hombre que a todas luces y sin la menor
certeza le parecía abominable.
—Espero —continuó, sin reparar en la
fragilidad interior por la que atravesaba aquella joven que tenía a unos
cuantos pasos— espero que me disculpe y que me permita presentarme: provengo de
tierras ibéricas, más exactamente de la región de Navarra donde se erige un
castillo que lleva mi nombre, el cual he heredado tras innumerables
generaciones. He llegado a estas tierras en compañía del ejército francés en
una expedición que hago muy en contra de mi voluntad y que para mí no ha
cobrado verdadero sentido hasta este último instante.
Afsâna, aunque flaqueaba, se
mantenía en un ánimo firme y sin retroceder se atrevió a observar con
detenimiento las facciones del intruso. ¡Cómo el miedo se torna en desconcierto
con tanta facilidad! ¡Cómo el espíritu es tan barato ante los más simples
deleites de la naturaleza! Afsâna no hallaba explicación a la tan repentina
fascinación que se albergó en su pecho en el instante en que se atrevió a
observar el rostro del hombre. Una barba negra poblaba la mitad de su rostro de
tal forma que cualquier egipcio habría vendido todos sus camellos y mujeres
para obtener una igual, y la dureza de sus pómulos ligeramente sobresalientes,
pero de forma tan hermosa, recibían la sombra de un par de cejas hechas de
tinieblas y rumores de guerra que vencieron de inmediato el espíritu de Afsâna
de una forma incomprensible; y en el medio confundió sus ojos con un oasis que
esconde brillos de paz y prosperidad. Afsâna nunca había sentido tanta paz y
tanta guerra en su interior.
—¡Veo que es inútil comunicarse con
usted! Aunque por su expresión comienzo a temer que sufra usted algún mal, ¿es ciega?, ¿muda? Porque en este instante le declaro que cualquier mal suyo
es ahora de mi pertenencia y que sus cargas y temores pueden bien marcharse con
la corriente del Nilo y que usted no vuelva a tener noticia de ellas ni en el
más remoto de los días, ni aun cuando el otoño de sus días haya achacado
su preciosa faz.
«¿Qué tormento era este, qué magia,
qué artificio?», se preguntaba Afsâna sin el poder de mover una sola fibra de
su cuerpo.
El hombre se lavaba las manos con el
agua del río y desde allí, con una rodilla en el suelo, desvió su mirada hacia
la estatua que aún se dedicaba a observarlo con un rostro impasible. Luego, se
puso de pie sonriendo y se acercó a ella.
—No soy un dios, niña; aunque
para obtener su amor seguramente hace falta serlo. No hay nada qué temer. Vamos,
suba conmigo al caballo y la llevaré a su morada.
Su mano extendida era como ver un
puente hacia la divinidad, para Afsâna. ¿Qué podía ser ese mar de serpientes
que luchaba en su vientre? ¿A qué horrible presagio aludía aquel encuentro? ¿Y
qué, por favor, qué quería aquel magnífico hombre con su mano extendida hacia
ella?
—Vamos, señorita, la llevaré a casa
de sus padres y en ese mismo instante pediré su mano, vivirá conmigo y la
haré feliz; ya verá. Nunca había estado tan seguro de algo en mi vida, ¡que se pudra
Napoleón y mil perros salvajes devoren su malogrado imperio! En este momento
dejo todo porque ya no peleo para ningún ejercito ni corona, aquí frente a mí
se encuentra la única reina a quien serviré por el resto de mis días —decía
esto inclinando su torso hacia ella y aún con la mano extendida—. Le ruego entonces
que suba conmigo al lomo de este recio mosco
y de esa manera colme de felicidad mi espíritu para siempre.
Entonces algo se desbordó dentro del
pecho de Afsâna viendo a aquel hombre en esa postura frente a ella. Dio uno y
luego dos pasos al frente, con extrema delicadeza tomó aquella mano extendida y
acercó a ella sus labios que semejaban la más dulce de las frutas. El hombre,
paralizado, no pudo más que contemplar aquel ritual y podía sentir cómo su mano
iba siendo inyectada con el amor de aquella mujer divina. Afsâna, impulsada aún
por una fuerza interna incontrolable, continuó marcando el camino de sus
destinos en el brazo del hombre con cada beso. Luego con ambas manos sujetó su
rostro, la barba parecía espuma entre sus dedos, y pudo ver en la profundidad
de sus ojos el brillo de toda cosa bien hecha, limpia y pura. Unió sus labios a
los de él y el Nilo prorrumpía en prudentes aplausos. Sus cuerpos cedieron a la
fuerza de lazos invisibles, sus ropas a despojos de juegos infantiles, y, allí,
en la ribera del río más fértil del mundo, sus almas se eclipsaron en el más
bello de los espectáculos de la naturaleza.
Aquella tarde una inusual figura
adornaba los campos de trigo que descansaban a lado y lado del río. Un caballo
magnífico caminaba en dirección contraria a la corriente, hacia el lejano
templo en que el sol se oculta, cargando sobre su lomo un ser fantástico que a
lo lejos asemejaba la figura de un hombre con dos cabezas.
Fotografía: IRAQ. Tawke, Kurdistan. 2007.
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