La prueba en la proa



Las aguas más allá de la costa no parecían reflejar nada especial, era un amanecer cualquiera. Sin embargo, Lyn, sentada en el muelle, observaba aquellas luces opacas que apenas alcanzaban a crear destellos en los pequeños botes que transportan a los trabajadores de una costa a la otra. Allí, cada mañana, ella esperaba que el atardecer trajera algún color especial.
           
—Voy a visitarte, juro que lo haré —Myo decía esto sin mirarla, observaba las montañas diminutas, verdeazuladas, y golpeaba el suelo con los nudillos. Ella permanecía en silencio, sentada con las piernas cruzadas, observando sus manos descansar entre sus piernas.
—El día que llegue a la costa será un atardecer único. Los colores del cielo harán una fiesta y esa será la señal de nuestra unión. Ese día llegaré y te llevaré conmigo, Lyn. Lo juro.

       La madre de Lyn llamaba a gritos a cada uno de sus hijos para tomar el desayuno. Eran seis, Lyn era la segunda, la única niña. Su hermano mayor ya pescaba en una costa ubicada a kilómetro y medio de la casa. Los demás eran tan pequeños aún que su única preocupación era poder pasar el día jugando.
          Luego del desayuno Lyn iba al mercado. Su tarea era escoger los vegetales y especias con los que al día siguiente cocinarían los pescados que llevara su hermano mayor al regresar a casa. Tomaba el camino más largo solo para poder observar la costa durante todo el trayecto. La luz seguía sin mostrar señales de que algo especial fuera a suceder.
           Cada día del último año había sido igual. La misma rutina apenas cambiaba cuando, después del mediodía, Lyn se acostaba en su cama a leer algún libro viejo y manchado que había dejado su abuelo tras su muerte. Eran libros que contaban fábulas fantásticas en donde los animales eran dioses que le enseñaban al hombre cómo transitar por el mundo y sobrevivir a las adversidades. Otros contaban mitos sobre la formación de las pequeñas islas al sur de Birmania y cómo los primeros hombres de la raza abandonaron por esa senda sus tierras para jamás regresar.
           Cada día era igual. A la misma hora, cada tarde, Lyn abandonaba el libro en el suelo frente a su casa y caminaba hacia el muelle. Se detenía unos minutos a observar el cielo, las montañas casi invisibles en el horizonte, buscando alguna forma extraña, algún color mágico y misterioso. Al no notar nada distinto, daba una moneda al colector del bote transportador y se embarcaba en un corto trayecto de ida y vuelta que duraba el tiempo justo en que el sol terminaba de ocultarse más allá de las calmadas aguas.
          Y allí estaba Lyn, una vez más, descalza en la proa de aquella embarcación. El cielo no cambió, no hubo reflejos ni destellos mágicos. La única diferencia se produjo muy en el fondo del pecho de Lyn, ella cuenta que su corazón se detuvo por unos segundos mientras tuvo tiempo de mirar a su alrededor y confirmar que no había nadie cerca. En la punta de la proa había una pequeña nota amarrada a uno de los tablones con un mensaje apenas legible: «Lyn, recuerda que algún día vendré por ti. –Myo».
Y el sol empezaba a ocultarse una vez más.

Fotografía:  Steve McCurry 
MYANMAR (BURMA). February, 2011.

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