Salomé
A pesar de su ojo perdido siempre me encantó esa mirada. Era como ver la felicidad desconcentrada y eso debe ser lo más cercano a ver el amor directamente a los ojos. Además estaba su nombre. Salomé. Siempre pensé que sería un excelente nombre para gata pero nunca tuve una propia, mucho menos una a la que me dieran el permiso de bautizar. Pero una gata jamás tendrá un ojo desviado como el de Salomé; habrá gatos tuertos y hasta ciegos (qué desgracia) pero jamás con un ojo desviado y mucho menos como el de Salomé.
Recibí la noticia de su muerte la mañana de ayer. Llegó a los 44 años con una salud sin sorpresas ni sobresaltos. Son tantos los que mueren en accidentes viales pero aun así es raro cuando le sucede a alguien que conocemos. Me informó Sandra, quien estudió con nosotros en el colegio y supo de nuestro romance adolescente lo suficiente como para creer que me interesaría saber que se había muerto (pensé que nada podía saber la señora esta llamándome para algo así cuando ha pasado tanto tiempo) y, sin embargo, sí me dio algo de tristeza, me acordé de inmediato de Salomé, hasta me asusté de ver ese rincón intacto en mi memoria después de treinta años. Sandra me habló con todo el tacto y me dijo que lo sentía mucho, muchísimo, mucho, mucho, sí, y yo le dije que estaba en shock y me alegré de que Sandra no hiciera parte de mis círculos sociales actuales porque de inmediato habría entendido el sarcasmo de mi frase. En shock estuve la última vez que fui con los de la oficina al bar de chicas de la 76. Así iba la cosa en mi cabeza.
Anoté casi sin ver la dirección de la funeraria y los horarios de velación. Apenas colgué pude ver todo el asunto un poco más claro. La bizca Salomé se había muerto en una estrellada lamentable la noche del sábado en la autopista sur. Al parecer su esposo no aguantó el sueño y se quiso ir a dormir para siempre al volante, mandó a dormir de paso a su esposa y dejó medio desfigurado a un sobrino de veinte años. Qué infelices. La bizca Salomé, mi primera novia estaba muerta y yo me acordé de su mirada tierna y boba como si nunca la hubiese dejado de ver. Me dije entonces que sí, sí, había que ir a ver eso, había que estar ahí para estar por una vez por encima de la muerte, para demostrar un poco de supervivencia, aunque supiera perfectamente que es una simple casualidad, o, dirían otros, una tremenda injusticia.
La funeraria estaba en el nivel patético ideal, afuera con el frío y la lluvia asegurados, una lluvia suave y monótona de octubre en Bogotá, las mismas caras largas, los muchachos en un rincón tratando de pasar el rato alejados de la depresión de los adultos ansiosos de solemnidad y respeto (su peor faceta), las mujeres casi coreográficas en sus saludos y despedidas y los señores con cara acorde al acontecimiento pero en el fondo ebrios como si nada.
Nadie me reconoció por un buen rato así que estuve parado cerca de la sala de velación unos diez o quince minutos sin cruzar palabra con alguien. Me divertí un poco viendo un puñado de adolescentes que no tenían idea de cómo disimular que sus trajes eran prestados, les habían abultado de tal manera los nudos de las corbatas que parecían llevar unas lenguas enrolladas y brillantes colgadas al cuello, y, sí, todos de negro y corbata rosada o beige, completamente ajenos a todo, los pobres, buscando matar el tiempo en una funeraria; qué ironía, si alguien lograra verdaderamente matar al tiempo no habría manera de soportar su propia velación.
Pensaba en eso cuando se me acercó Sandra y apretó levemente mi antebrazo, sonriendo con la boca apretada, negándose a pronunciar alguna palabra y sobándome luego todo el brazo como si le quisiera sacar brillo. Yo jugaba al espejo sonriendo también con la boca apretada, con los ojos fijos en los de ella tratando de descifrar qué carajo se pretendía esa mujer con aquella escena. Detuvo aquél amargo saludo con un suspiro lento, como quien lanza la bocanada de un excelente cigarrillo y me preguntó cómo estaba. Me quedé mirándola otro instante y supe bien que me la podía tirar allí mismo, en ese piso de madera chirriante, ante las miradas atónitas de todos los deudos. Entonces le respondí que era muy triste no poder hacer nada para evitar el final de ciertas personas. Y ella volvió a sonreír apretando los labios de tal manera que pude ver unos cuantos bigotes rubios sobre cada extremo de la comisura de sus labios y aun así pensé que sería divertido tirármela justo en ese sitio, con la ropa a medio quitar y con la vista clavada en el ataúd a unos metros de nosotros.
Nos ofrecieron más café y mi fantasía se disipó por un instante. Sandra recobró ánimo de hablar después del primer sorbo y me empezó a hablar de su vida, de lo que había hecho a lo largo de tantos años, tenía un hijo adolescente y una niña de seis años, su esposo era un buen hombre con el que habían construido un hogar digno; lo resumo así porque estaba un tanto asqueado por el café sin azúcar que me estaba obligando a mí mismo a tomar. Yo apenas levantaba las cejas y asentía maniobrando la tacita de porcelana entre el índice y el pulgar cada medio minuto. Entonces me preguntó sobre mi vida. Le contesté que se había muerto la primera novia que tuve en la vida y que sin mayores ganas había asistido a su funeral, que eso era lo más relevante que me había pasado en los últimos años; y era del todo cierto.
Resumo a quienes quieran saber un poco más: Vivo con mamá, me casé pero no hubo hijos ni nada más allá de unas inmensas ganas de no volverme a comprometer con absolutamente nadie ni nada en la vida, tengo un trabajo terriblemente normal hace unos ocho años escribiendo reseñas literarias y culturales para una revista que nadie lee, me doy gustos de niño y de adulto cuando me da la gana y no me resulta nada difícil levantarme una jovencita desesperada cada dos o tres meses. Ya más de una me ha dicho que me parezco al Jack Nicholson de El resplandor, y yo de inmediato pienso en todos los crímenes que cometería si alguna vez me dejaran encerrado con una loca y un niño psíquico aterrador con un hacha al alcance de mis manos y me veo casi superando al incomprendido señor Torrance. Me dicen eso y añaden que de verdad me parezco mucho solo que algo más joven y con mucho más pelo.
Sin embargo, nada de esto viene al caso. Volvamos.
Sandra se me acercó un poco más y me dijo que Salomé le confió muchas cosas. Observó mi reacción (ninguna) y continuó:
Fuimos muy amigas en los años de la universidad, fue una suerte que nos reencontráramos pero así fue; ella estaba de novia con un amigo con el que compartí varios semestres y el reencuentro nos llevó a seguirnos hablando más allá de su ruptura con mi amigo, y otros cuantos tipos más, y un poco más allá de habernos graduado las dos en nuestras respectivas carreras. En más de una ocasión de todos esos años de salidas y charlas me preguntó por ti. Yo no tenía la menor idea y creo que por eso la cosa quedaba ahí; pero quiero que sepas que hubo una ocasión en que me dijo algo sorprendente. Me dijo que te recordaba porque nunca te atreviste a tocarla. Me contó que ella quiso desesperadamente perder la virginidad contigo…, y, bueno, que te habías convertido en su gran frustración.
Luego de una intensa pausa y otro sorbo forzado a la taza de café, le dije: no me jodas. Pero ella siguió.
Te lo juro que así me lo decía y me aseguraba que no entendía por qué la afectaba tanto. Entonces me habló de la única vez que estuvieron a punto de hacerlo, me contó que fue en tu casa, que estaban solos y que tras una procesión de silencios incómodos empezaron a besarse pero más allá de eso tú no le hacías nada…
Sandra se detuvo para mirarme con más detalle y tal vez así evaluar mi rostro para ver si notaba alguna reacción extraña. Pero yo la escuchaba con el mismo interés que le puedo poner a quien me resume el argumento de una película pensada para ser predecible. Entonces Sandra se desesperó un poco y me atrajo hacia ella tomándome del antebrazo, del mismo que había sobado un poco antes hasta el cansancio. Me dijo casi al oído: todo está dispuesto para que esta noche cumplas el último deseo de Salomé.
El último deseo de Salomé se tendría que haber cumplido hacía unas treinta y seis horas, más o menos, justo antes de subirse al carro con su esposo somnoliento, así que realmente no entendí qué podía estar queriendo decir Sandra con eso. Como no dije nada y mi expresión dio a entender lo que pensaba, ella prosiguió.
Salomé siempre deseó que la tocaras algún día, dijo evitando mi mirada inútilmente porque yo también evitaba la de ella, siempre guardó la esperanza de que llegara el día en que estuvieran juntos, desnudos, por primera vez, así me lo confesó muchas veces, sobria y borracha, soltera y casada, años y años de guardar ese intenso deseo del que ahora tú y yo la vamos a librar.
Dicho esto, Sandra me apartó bruscamente y me arrinconó en un sector apartado del pasillo. Y continuó diciendo: a las once de la noche cierran esta sala pero tú y yo nos podremos quedar; los guardas saben y, en cierto modo, la administradora de la funeraria también sabe que nos vamos a quedar para poder hacer a solas con el cuerpo de Salomé algo que solamente tú tienes permiso para hacer; yo pensaba atónito que lo que íbamos a hacer con Salomé era una oración especial, íntima, que no permitía la presencia de nadie, algo más de este mundo, pero Sandra seguía: ni siquiera las cámaras de seguridad estarán grabando, todo por respeto a la petición de Salomé y a un “pequeño ritual privado” que les dije que vamos a hacer para ella.
Ya no pensaba ni remotamente en tirarme a esa loca frente a todos en ese momento. Aunque no lo había dicho, ya sabía perfectamente lo que esperaba que sucediera después de las once de la noche cuando quedáramos los dos solos con el cadáver de Salomé. Rogué por que el poco café que me quedaba en la tacita se convirtiera en un veneno parecido al aguardiente, en algo que me quemara la garganta y bajara como una bola de fuego azul hasta mi estómago y quemara allí todo lo amargo que empezaba a elucubrar mi cabeza. Pero tomé otro sorbo y era café, simple café negro y frío, patético y, por eso mismo, perfecto para aquel momento.
Sandra me sacudió accidentalmente mientras tomaba el poco café que le quedaba a ella y luego reiteró que no se trataba de ninguna broma: todo es en serio y te quedarás aquí conmigo cuando todos se hayan ido, te quedarás y te convertirás en un hombre nuevo, te lo aseguro. Pero yo pensaba que todo hacía parte de un extraño juego indescifrable, del nombre de las cosas sin nombre y de la claridad tras el rostro de lo desposeído.
No sé por qué no me detuve a pensar mejor en sus palabras, en lo que realmente quiso decir en ese instante, por qué decidí cegar mis aprehensiones y mis dudas cuando cada una de sus sílabas me había hecho dudar dos y tres veces de todo lo que alguna vez creí inmaculado e incorruptible. No pensé en absolutamente nada; solamente fui capaz de buscar una silla discreta y esperar la hora convenida y comenzar la fiesta.
Cuando solamente quedaban un par de familiares, ya borrachos y decididos a irse en pocos minutos, busqué a Sandra sacando mi cabeza por el pasillo. La vi afuera de la funeraria fumando un cigarrillo. Por alguna razón las tripas se me retorcían de una manera que incluso llegaba a ser excitante. Algo dentro de mí se movía y me movía, me recordaba que estaba con vida en ese lugar. Me acerqué sin que me viera y cuando giró para entrar de nuevo se encontró con la peor versión de mí que jamás alguien ha conocido. ¿Qué es lo que vamos a hacer?, fue lo que le dije sin mirarla. Ella sonrió y atravesó la puerta para entrar a la funeraria apenas esquivándome. La seguí de regreso y la vi despedirse del par de borrachos. Entonces un guarda de seguridad que yo no había notado, se acercó a la puerta principal y una vez salieron los dos hombres, cerró las puertas de cristal a sus espaldas. Sandra estaba detrás de mí, podía sentir su postura relajada lanzándome una intensa mirada a la nuca. Entonces el guarda dijo que teníamos media horita. Fue como si me lo hubiera dicho a mí directamente pero era claro que se lo había dicho a Sandra quien ya había desaparecido cuando volteé a mirar.
Había entrado a la sala de velación de Salomé y estaba de pie junto al ataúd y empezaba a abrirlo. Pude ver con más detalle, desde la prudente distancia que nos separaba, el vestido rojo y ajustado que llevaba Sandra y me pareció en ese momento que todo estaba bien, que esa noche era una gran aventura, que era una invitación a desquitarse del destino y de la suerte, era la oportunidad para ver todos los círculos del infierno directo al rostro, sin quemarse, sin congelarse, sin siquiera morir en el intento. Así de tentado estaba. Pero de la misma manera dudaba, como siempre he dudado, porque Sandra se veía completamente seria en sus propósitos; ya había levantado la tapa del ataúd y contemplaba entero el cuerpo de Salomé, de quien yo apenas veía las puntas de los dedos de los pies casi azules y una leve sombra de lo que debía ser su frente y su nariz. Entonces Sandra hizo lo que yo más temía, empezó a mover el cadáver para acomodarlo y levantar la falda de su vestido. Una vez lo logró, me buscó con la mirada por primera vez en todo ese largo y extraño par de minutos y debió ver que yo estaba pálido.
No se me venga a mariquear ahora, que esto ya está hecho, me dijo con los ojos muy abiertos y forcejeando con los últimos centímetros del vestido que faltaban por acomodar para dejar al descubierto una piel que recordaba una antigua pieza de yeso o de un mármol impecable. Traté de ser consciente de mi semblante para cambiarlo pero no tenía idea, así que caminé hacia ella, hacia ellas, y mi instinto me obligó a cerrar los ojos.
Pero era inútil porque allí estaba. Salomé, ¿qué te hizo la vida? ¿Qué estúpido pecado te obligó a cerrar los ojos así de temprano? ¿Qué hago aquí mirándote medio desnuda en esa caja forrada en velos blancos y brillantes? ¿Qué quieres que haga si hasta aquí me trajeron? ¿Quiénes? Las moiras, las erinias y las pléyades. ¿Por qué? Por un salto de un corazón caprichoso y fácil, muy fácil, de tentar. Había sido tentado por el fantasma del pasado y veía que no existía la menor posibilidad de una vuelta atrás. Sandra me miraba con una crema lubricante en sus manos. Entonces reaccioné e hice lo que debí hacer desde el primer momento que pisé esa funeraria. Me incliné sobre el rostro de Salomé, la bizca, la enamorada, y levanté sus párpados para robarle las monedas a Caronte, y allí estaba, como un anillo, como una marca incendiada, el ojo desviado.
No hay nada como mirar el amor directamente a los ojos; y esto lo debí decir en voz alta, porque a los pocos segundos alguien apagó todas las luces.
Fotografía: Carrier of flower garlands in a funeral,
Ferdinando Scianna.
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