Ella perdió la guerra


«Through it all
She must have wondered
What have I done
But nobody really cares today
The world's a busy place
Guess she must have really sinned»

Jennifer lost the war, The Offspring

Quienes conocen a Amalia saben que no hay mucho que decir sobre ella, precisamente porque a Amalia no le interesa que quienes la conocen sepan mucho, o siquiera poco, sobre ella. Ahora vivimos en una época en que todo se sabe, quieras o no, y yo sé unas cuantas cosas sobre Amalia que vale la pena contar, no porque sean interesantes sino porque poca gente las ve, porque la verdad es que casi nadie ve a Amalia, casi nadie sabe de su existencia; a veces siento que soy la única persona que alguna vez se interesó por ella genuinamente, y es una lástima porque es una verdadera genia, sí, con A, una genia grande de la que muchos sabrán dentro de poco, o al menos eso es lo que espero, porque se ha atrevido por fin a mostrar lo que realmente es.

Amalia nació y creció en Bogotá, en el barrio Modelia, en una casa muy cerca de un parque en el que todos los niños fueron alguna vez a volar cometa menos ella, en parte porque su madre nunca aprendió a volar cometa así que tampoco podía enseñarle a su propia hija, pero también es cierto que su madre trabajaba todo el día, todos los días, y difícilmente tuvo tiempo para ir con ella al parque alguna vez. La casa en la que vivían era en realidad de sus abuelos, los papás de su mamá, y ellos vivían siempre temerosos de que algo le pudiera pasar a la pequeña Amalia así que nunca la sacaban al parque. Se puede decir que este barrio tradicional bogotano era lo suficientemente tranquilo para que una niña creciera de forma segura, pero por una extraña casualidad era la casa de los abuelos de Amalia la única en esa cuadra que había sido robada dos veces en el mismo año. Amalia recuerda uno de los dos robos, recuerda que regresaron tarde en la noche luego de visitar a una de las hermanas de su abuela que cumplía años, el abuelo se bajó del Dodge blanco y encontró rota la cadena que cerraba la reja del garaje. El resto de lo que recuerda Amalia de esa noche es la ropa desordenada en las habitaciones, los cajones tirados bocabajo sobre las camas, y dos bailarinas de porcelana, que solían decorar la mesa de centro de la sala, en el suelo, decapitadas y con los tobillos rotos. Pero lo que más la impactó fue ver a Rosalba, la joven empleada de servicio que vivía con ellos y que estaba en su habitación durante el atraco, llorando desconsolada, encorvada en un rincón del patio apretando su vientre con ambas manos como si algo se le fuera a salir.

Así que el barrio no podía considerarse del todo seguro para la pequeña Amalia y por eso pasaba sus días en el patio de la casa mirando la lluvia o mirando el sol y las sombras de las matas, persiguiendo cochinillas a través de las divisiones de las baldosas, viendo cómo se hacían esferas acordeonadas cuando las tocaba para luego lanzarlas a la inmensidad del patio con un fuerte capirotazo. En ese patio también conoció las babosas que solían esconderse en el envés de las hojas más grandes del patio pero su sombra las delataba. Amalia nunca las cogió porque les tenía asco, pero sí sacudía las hojas en que las encontraban para que se cayeran y luego de verlas retorcerse unos minutos entre el pasto las pisaba de un solo golpe para hacerlas estallar.

Luego vino el pequeño apartamento en el que vivió sola con su madre hasta ya avanzada su adolescencia. Estaba en un barrio al extremo norte de la ciudad, una urbanización casi nueva, casi desconocida y casi bonita de no ser porque alrededor seguía estando la misma ciudad y la misma gente. Allí Amalia descubrió muchas cosas sobre ella misma encerrada en su habitación, allí escribió por primera vez en un diario una única página que pasó al olvido pues el diario fue a dar a la basura en una limpieza general unos pocos años después. Allí Amalia descubrió que no necesitaba ser amiga de nadie en el colegio, que todos quienes estudiaban con ella eran simples sombras y que bien podían estar todos muertos. Allí se arrepintió una sola vez de haber pensado así de la gente de su colegio, cuando en una salida a los museos del centro, salida a la que ella no fue, por supuesto, el bus en el que iba un grupo de estudiantes de tres cursos, incluido el de ella, se quedó sin frenos en una de las pendientes de La Candelaria, se estrelló contra tres carros y fue a dar contra una volqueta; el choque no mató a ningún estudiante solo a un patrullero de la policía que cruzaba la calle en ese momento, pero sí dejó a tres gravemente heridos, uno de ellos con problemas de movilidad en una de sus piernas para toda la vida. Allí Amalia entendió que los demás también sufren, en cierto modo, y no se atrevió nunca más a desearle el mal a nadie.

Pero esto no significó que dejara de odiar el colegio y a los estudiantes, nunca hizo verdaderos amigos pues sentía que todos la odiaban. Encerrada en esa habitación descubrió el punk gringo, de ambas costas, música que la reventó por dentro y que le permitió ver el mundo de otra manera, música que le descubrió las múltiples formas que tienen el odio y el hartazgo para expresarse y que, a pesar de todo, te pueden hacer sonreír.

Amalia nunca se enamoró ni sintió todo eso que las demás chicas de su edad decían sentir. Se masturbó por primera vez una tarde de domingo en la que había llovido durante todo el día, escuchaba The Casualties y sin darse cuenta metió su mano bajo su pijama y empezó a tocarse la entrepierna, pero pronto sintió que no era suficiente, que sus dedos eran demasiado lisos o tiernos y que le urgía alguna textura, algo abrasivo y suave a la vez, luego de descartar un par de objetos con la sola mirada tomó su cepillo de dientes y fue perfecto; esa tarde tuvo su primer orgasmo sin saber con certeza lo que un orgasmo era. Luego se masturbó otras cinco veces y, a pesar del cansancio, no olvidó cepillarse los dientes antes de irse a dormir.

Desde entonces Amalia se masturba una vez a la semana bajo un mismo ritual que ha durado todos estos años. Por supuesto, ya no usa su cepillo de dientes sino que ha probado con todo tipo de objetos, suelas de zapatos, estuches de cuero, trozos de gasa o de algodón, pinceles y brochas de maquillaje, plumeros, pero su mejor descubrimiento fue la piel de algunas frutas como naranjas, mandarinas, duraznos, otras, como manzanas y peras, las partía por la mitad y también lograban justo lo que quería; pero nunca se introdujo nada, por simple miedo, porque no sabía qué sucedería si lo hacía, y no importaba porque con solo frotar de la forma correcta lograba orgasmos cada vez más intensos y numerosos. Así, cada domingo encerrada en su cuarto, lloviera o hiciera sol, sin falta Amalia ponía su disco favorito del momento, Dead Kennedys, Misfits, Adolescents, Bad Brains, Black Flag, y dedicaba horas enteras de ejercicio y placer hasta caer vencida por el sueño.

Fue en esta misma época en que Amalia adquirió por completo la fama de loca y degenerada en el colegio, pronto se corrió el rumor de que Amalia olía raro, que seguramente no se bañaba, que permanecía alejada de todos para no molestarlos con su hedor. Y era cierto, Amalia frecuentemente hedía y no podía evitarlo, desde que tenía nueve o diez años lo notó por primera vez; cada vez que iba al baño para cagar acostumbró a limpiarse con muy poco papel higiénico, uno o dos cuadros de papel como máximo, todo porque con el pasar de los años su madre había ido adquiriendo una obsesión con el ahorro, pretendía que lo poco que compraba les alcanzara para el mes entero y uno de los elementos que más cuidaba era el papel higiénico. Varias veces se paró en el marco de la puerta del baño mientras Amalia hacía lo suyo para supervisar la cantidad de papel que usaba, debía limpiarse con un máximo de cuatro pasadas, la primera podía ser con dos cuadros de papel, el resto debía ser con solo uno. Amalia pronto aprendió a limpiarse de esta manera y así ha continuado haciéndolo durante toda su vida, y el hábito permaneció con ella en cualquier lugar fuera de casa, incluso en el colegio, a pesar de que allí contaban con enormes rollos de papel y la excusa del ahorro sencillamente no existía; pero Amalia ya había sido amaestrada, cuando se limpiaba en el colegio lo hacía como si su madre estuviera en el marco de la puerta del cubículo vigilando que usara la justa cantidad de cuadritos de papel que le correspondía. Al finalizar Amalia siempre se lavó bien las manos, también supervisada en esto por su madre quien veía que usara solo una gota de jabón, si era líquido, o un par de pasadas en la palma y el dorso de cada mano, si era en barra. Amalia nunca notó algo extraño con este particular proceso de higiene personal que había interiorizado y aceptado casi como la única manera de hacerlo, hasta que un día, justo después de verse obligada a cagar en el colegio, la profesora de arte los puso en parejas y les pidió que se vendaran los ojos y que tocaran el rostro de su pareja con las manos para luego retratarlo en dibujo y en arcilla. Bastó que Amalia pusiera sus manos cerca al rostro de la niña que le correspondió como pareja para que gritara, se quitara la venda de los ojos y empezara a arquear la espalda como si estuviera a punto de vomitar; luego gritó que las manos de Amalia olían a mierda. Amalia en un primer momento se alarmó y creyó que todo era una broma de mal gusto, pero apenas se acercó una de sus manos a la nariz para olerla y se dio cuenta de que era verdad, sus manos hedían a mierda. Y esto no ha cambiado hasta el día de hoy.

Esos desagradables desencuentros sociales de su niñez y su adolescencia solamente reforzaron la aversión que Amalia sentía por la gente, aversión que ya era mutua pues, he olvidado mencionarlo porque tampoco me parece del todo relevante, Amalia siempre ha sido intrigantemente fea. No es fea por tener defectos físicos en su rostro o por elementos como gafas, estrabismo o una cicatriz, no, nada de eso, lo es porque parece que su rostro nunca correspondiera a ella, ni a su voz ni a su cuerpo, parece un trasplante que habla y que mira, parece una máscara vieja moldeada en un rostro joven pero triste, que a pesar de todo se ríe, pero cuando Amalia ríe nada mejora, su sonrisa no agrega nada bueno pues parece un grito en silencio o un bostezo terrorífico. Amalia es muy fea y ella lo sabe y no le importa. Ustedes saben que cuando alguien asegura que es feo siempre aparecen unas cuantas personas para decirle que no es verdad, que no es feo, que tiene un brillo en los ojos o una chispa en la sonrisa o un hermoso cabello, algo que refute esa idea de fealdad que el feo tiene siempre de sí mismo, pero con Amalia nunca sucede eso; primero, ella nunca busca gente que la haga reconsiderar su fealdad, nunca pide la opinión de nadie sobre su aspecto físico, bajo ninguna circunstancia; segundo, no hay manera de que la gente entre en ese juego de condescendencia porque Amalia es evidentemente fea, innegablemente fea, y eso, así sea por simple amabilidad, deja a cualquiera que intente decir lo contrario como un idiota.

Su propia madre sabe que Amalia es fea y tampoco ha intentado hacerle creer lo contrario; sabe que es inútil. Su madre no es tan fea pero al verlas juntas en algunas fotografías viejas se puede ver con claridad cuáles son los rasgos que Amalia heredó de su madre y cuáles deben ser del rostro desconocido de su padre. Es muy probable que el padre de Amalia sea un hombre de facciones duras, casi prehistóricas y que algo de esos bordes óseos del cráneo le hayan sido transferidos al rostro de Amalia de forma permanente.

Pero estas son cosas que se saben de Amalia con solo verla, aquello que solo yo sé y que escribo para contarles es lo que vale la pena saber de ella, detalles idiotas como que mientras lee siempre se hurga la nariz y con su dedo índice engancha trozos duros pegados a la pared superior del interior de su nariz y los arrastra hasta que salen y llevan adheridos una prolongación viscosa que se estira como aferrándose al fondo de la fosa nasal y que finalmente sale convertida en una perfecta estalactita de moco a veces verde, otras veces completamente transparente y otras manchado o totalmente cubierto en sangre. Luego, lleva su mano hacia el piso, levanta el borde de la alfombra y allí, en el revés de esa compleja trama de hilos que está ahí para decorar, esconde aquella viscosidad que acaba de extraer del fondo de su nariz, convirtiendo el decorado de su habitación, o de su sala o del baño, en un cómplice de lo que todos somos: fachadas que esconden o disimulan todo lo desagradable que llevamos por dentro.

Y esos son los pequeños placeres de Amalia en soledad. Desde que dejó de vivir con su madre, más o menos a mitad de su carrera de artes plásticas, se ha entregado de lleno a lo que más disfruta, su soledad, leer, escuchar música y hacer esculturas. Vive en un segundo piso, en Chapinero, en un edificio viejo cuyo apartamento convirtió en su taller. Tiene lo indispensable, una cama, un sofá, elementos de cocina y una gata. El resto del apartamento está lleno de cosas que usa para diseñar, moldear y a veces destruir sus esculturas. El apartamento huele horrible, a plástico quemado, a resinas de poliéster, y eso se mezcla con el olor a marihuana y a orina y mierda de gato, pues Amalia usa aserrín y no compra arena para gato. Me tomó cerca de dos meses acostumbrarme un poco al olor de ese lugar, las primeras semanas usé mascarilla pero ya puedo pasar un par de horas allí con ella sin que me den náuseas. Esto ha sido tal vez lo más duro, aunque preparar la exposición de Amalia ha sido también un trabajo arduo, pues comunicarse con ella es muy difícil, solamente me habla para darme instrucciones o pedirme algo que solo yo pueda hacer por ella.

Cuando vi el anuncio solicitando un asistente de curaduría en arte jamás pensé que iba a dar con una persona como Amalia. Artistas he conocido muchos pero nadie como ella. Yo mismo soy un poco raro y creo que es por eso que Amalia me escogió, creo que intuyó mi homosexualidad y mi asexualidad y mi aversión por la gente; eso seguramente la tranquilizó pues sabía que la persona que escogiera para este trabajo tendría que estar con ella muchas horas y eso no sería nada fácil para ella. Hace solo un par de semanas, cuando me dijo que iba a necesitar algo de mí que no había previsto, me asusté, pero enseguida me explicó que la galería le había pedido alguien que reseñara su trayectoria y su obra, Amalia no encontró otro modo de permitirme saber algo sobre ella que entregándome un grueso cuaderno lleno de recortes, dibujos y textos a mano escritos en todas las direcciones; me dijo que era su diario.

Por eso sé todo esto sobre Amalia, y ahora lo escribo en mi propio diario esperando darle un poco de sentido a la vida de esta mujer que ha pasado los últimos ocho años encerrada, viviendo de una pequeña pensión que le dejó su madre y de vender pequeñas cadenas y pulseras en Usaquén los fines de semana; ocho años encerrada creando esta obra que ahora por fin alguien estuvo dispuesto a exponer y de la que me siento orgulloso. Cuando le pregunté el título de la exposición me dijo, sin dudar, Jennifer lost the war. Por supuesto no le pregunté la razón de ese nombre pero cuando ves cómo va quedando la exposición lo entiendes perfectamente, cuando ves aquel ejército de vaginas de todos los colores, vulvas de todos los tamaños y formas acechando por el techo, las paredes y el piso de la sala, coños deformes, mutilados, en poses moribundas, asumiendo posturas humanas, rogando, suplicando por sus vidas, como cientos de bocas gritando, denunciando un dolor de siglos y de millones, aullando el anonimato que es la historia de la mujer en todos los tiempos, como un círculo del infierno jamás imaginado por Dante… Cuando ves algo así entiendes aquel título, entiendes a Amalia y esa vida extraña que es ella para este mundo.

Yo solo espero que cuando encendamos esas luces y la gente ponga un pie en la sala de exposiciones entienda que no hace falta tener una vida convencional, no hace falta ser parte del sistema o enfrentarlo para luchar esa guerra sin nombre en la que toda mujer ha sido reclutada, una guerra que desde siempre ha venido perdiendo.


Fotografía: Sylvana Mangano at the Museum of Modern Art
Eve Arnold, 1956.

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