Elefante marino


Un hombre de cara grasosa, ojos vidriosos, piel completamente lampiña que acentúa sus cachetes inflados y carnosos, entra en una tasca de un barrio popular. Sus piernas cortas y su exagerado sobrepeso, lo obligan a caminar con movimientos parecidos a los de los elefantes marinos, y ahora que lo pienso, realmente, en general, aquel hombre parecía un elefante marino. Sin embargo, su particular presencia en el lugar le brindaba un aspecto lleno de inocencia.

El ruido en la tasca es el habitual. El olor a cerveza y otros licores inundan el ambiente y se mezclan con el de la orina y el humo de los cigarros. Todos allí hablan casi dando alaridos, riendo, vociferando, cantando vallenatos que suenan a todo volumen. El entorno es degradante, salvaje, repleto de malas vibraciones, y, sin lugar a dudas, imprime la sensación de que en cualquier momento algo malo va a pasar.
A pesar de todo esto, nuestro inocente elefante marino se abre paso hasta llegar a una banca de madera frente a la barra. Pide inmediatamente una cerveza haciendo un ademán con la mano al hombre tras la barra (apunta su dedo pulgar hacia la boca dos veces). Termina su cerveza, prácticamente, de un solo sorbo, pero no pide otra; se queda sentado mirando la botella durante un largo rato. Mira una que otra vez a su alrededor, pero luego continúa observando concentradísimo su botella de cerveza vacía.
Ya había pasado más de media hora desde que llegó el hombre a la tasca cuando, finalmente, sacó una bolsita llena de monedas; la vació sobre la barra dejando ver dos docenas de monedas de cincuenta bolívares; regresó unas cuantas a la bolsa y se marchó, no sin antes detenerse un momento en la puerta y mirar por última vez el interior de aquel lugar sin sentido, aquel evidente refugio de todas las miserias, soledades, excesos y desórdenes extremos que fácilmente conducen a algunos hombres a la mismísima perdición.
El hombre, moviéndose con dificultad, se sube a un triciclo estacionado justo enfrente de la tasca y se aleja pedaleando, increíblemente, demostrando mucha más habilidad que la que presentaba al caminar. Llega a su casa, guarda el triciclo y le pasa un pañuelo para limpiar el poco polvo que le había caído en su corto trayecto. Entra en su habitación pintada de azul con nubecitas blancas y se acuesta en una cama en la que sólo podría dormir cómodamente un niño de unos ocho años y cuyas sábanas tienen dibujos de carritos y trencitos. Se arropa hasta el cuello con la cobija y se acomoda de lado. Después de cerrar los ojos y dejar escapar un largo suspiro, medita profundamente en lo poco que entiende a la gente.


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